Juan Soriano: «La muerte enjaulada» (serigrafía), 2001. Colección Marek Keller.
De sus viejos sueños de poeta ya sólo le quedaba la vanidad. Y como tampoco conseguía estar a la altura de la imagen de sí mismo que la vanidad le reclamaba, la transformó en soberbia. Con ella, al principio tampoco parecía estar a gusto, pero poco a poco la fue ablandando, domando, superponiéndola a su cuerpo, hasta hacerla tan cotidiana como un espejo o la percha en que se cuelga un traje. La convirtió, en suma, en su verdadera casa. Y en ella persevera desde entonces mientras se consume como carne de mausoleo.
(Lecturas en voz alta). Me gustó mucho Lo de Évole (menos el título) y me entusiasmó la presencia de Jesús Quintero, al que este mismo jueves próximo pasado tuve la suerte de poder saludar en Fitur, mientras se presentaba en el pabellón de Huelva su fundación. Me gustó tanto, ya digo, el programa, que iba a escribir sobre él. Pero una vez más Jabois pone el listón tan alto que sería inútil y cicatero (“cucañero” sugiere el enano corrector, él sabrá por qué) no repicar su artículo. Sea. Sólo aprovecharé para enviar un saludo admirado a Javier Salvago, que puso en la pieza algunos de los momentos más veraces. Y casi todas las “preguntitas”.
El poema se compone de oraciones, imágenes que elevan la mirada hasta el fondo del duelo de la vida, es una devoción que da sentido al instinto más puro de la especie.
La palabra nos salva de la nada porque hace que la nada no destruya el hilo que da vida a nuestros sueños más allá de la muerte y sus esbirros. Es nuestra fe: engendra trascendencia.
Por el poema es posible volar a ras de tierra para ver cómo crecen las semillas de la bondad, la verdad y la belleza.
El poema es el latido de la vida. Su verdad es terrible: también muere.
La materia del poema es el poema. El poema es materia maleable: importa en su decir cómo lo dice (no hay querella de fondo con la forma).
La línea de tensión es siempre imaginaria. Hay que tensarla en todos los sentidos.
El poema es siempre impersonal: desaloja las máscaras para mostrar que todo rostro oculta una carencia y un sueño inalcanzable.
Hay que regar la tierra del poema, inventar el paisaje, darle cuerpo.
También es la memoria arquitectura. Y ruina romántica: viejas losas comidas por la hierba y el sol poniente tras los arcos desnudos, entre columnas que ya tan sólo enmarcan la lenta somnolencia del pasado, los ojos adheridos a la hiedra y el vómito de la melancolía.
Por eso es el poema, en su mudanza, una suerte de sagrado sortilegio, un eco de palabras sanadoras que hay que decir despacio y por su orden.
Le Douanier Rousseau: Joyeux farceurs, 1906. Philadelphia Museum of Art, Pennsylvania.
—Y aquí se acaba toda la ocurrencia —le dice a su amigo el Hidalgo Galeno. —Tiene recorrido —responde el Cabo Ladino. —Puede ser, la resonancia y la semántica a veces hacen buenas migas. —Ya, y un pan como unas hostias. —Le noto contundente, y hasta belicoso, en sus pronunciaciones. —No crea, es sólo cierta tendencia a no cansarme del pegajoso acervo popular. —Acerbo, eso también le cuadra: hay que ver cómo se ponen ustedes a veces. —¿Nosotros? ¿Quiénes? —Los plurales, ya me entiende. —Le aseguro que no. —Es igual. Vale quien sirve. —No es fácil mantener el tipo. —No, no lo es. —Ni seguir adelante sin perderse. —En todo hay algo de selva. —Ni es sencillo salir de la jungla. —Allí volvemos. —Y de nuevo a Jung. —Habrá sido de forma inconsciente. —Eso será. Tuve que chistarles y mandarles callar. Se comportan como lo que son: un par de merluzos. Me han tomado tanta confianza, que se pasean por mis sueños como si tal cosa. Y con su cháchara redicha e incesante no me dejan dormir.
Contracubierta del Codex Manesse. Hacia 1305-1313. Biblioteca de la Universidad de Heidelberg.
(La hora 25)
Fue visto y no visto. Todo lo que pueda contar sobre lo que ocurrió antes cae del lado de una nostalgia inútil, que además ya no puedo permitirme. Y en cuanto a lo que ocurrió después..., no estoy seguro de que estéis preparados para poder asumirlo sin daño. Incluso cabe la posibilidad de que pusiera en peligro vuestra salud mental. De modo que lo mejor será no decir nada más. Y cerrar los ojos. Y el libro.
Joyce, el día de su boda con Nora Barnacle, en Londres en 1931.FINE ART / HERITAGE / GETTY (El Pais)
(Lecturas en voz alta). Son interesantes estas reflexiones sobre las dificultades y cuitas que asaltan a quien, entre nosotros, decide dedicar un tiempo nada despreciable de su vida —cinco años, como mínimo— a reconstruir la biografía de un personaje, particularmente un escritor. J. Benito Fernández, que ya nos ha entregado libros imprescindibles sobre Leopoldo María Panero, Haro Ibars o Rafael Sánchez Ferlosio, bucea ahora en el muy olvidado y algo hermético mundo de Juan Benet, supongo que sobrellevando todo tipo de dificultades e incluso de trampas que celosos y celosas guardianes de “la verdad” le estarán tendiendo para que ciertos estratos posibles de la realidad no sean mostrados desde perspectivas poco convenientes (para algunos). En todo caso, esperamos una obra necesaria que, entre otras cosas, también debería servir para recuperar la presencia del que tal vez fuera el narrador más radical de su generación y el menos dado —detrás de Ferlosio— a “bailarle el agua” a ningún poder establecido..., salvo el de sus propios y muy peculiares carácter y destino. Que el proceso culmine bien y pronto.
Codex Manesse, f. 395r. Hacia 1305-1313. Página de Rubin von Rüdeger. Biblioteca de la Universidad de Heidelberg.
A menudo nos preguntamos a qué se deben la gravedad del silencio y su misterioso ángel, por qué resulta tan difícil encontrar un instante pleno de felicidad, quién está —y en primera persona— detrás de la enigmática expresión que corona este texto. Pero no hay duda: es ella quien lo dice. Y siempre tiene la última palabra.