Contaba el profesor cómo en plena misión espacial, cuando el alunizaje estaba a punto de producirse, se presentó en las instalaciones un grupo de personas que a toda costa querían hablar con «el jefe de aquello». Se les explicó la dificultad del momento y la inoportunidad de la visita, pero todo fue inútil y Ruiz de Gopegui no tuvo más remedio que recibirlos. El problema era de extrema gravedad: se trataba del alcalde y una delegación del pueblo vecino de Navalagamella que pretendían que se les exigiera a los americanos que, siempre que se mencionara la estación, al nombre de Fresnedillas de la Oliva, se añadiera el de su pueblo, ya que una parte de las instalaciones se ubicaban en su término municipal. Bromeaba don Luis diciendo que, si ya les resultaba difícil a los estadounidenses pronunciar el nombre de Fresnedillas (de hecho, solían referirse a ella como estación de Madrid), era imposible pensar que pudieran referirse de corrido a la Estación de Frenedillas-Navalagamella. Era un placer oír al profesor. Echaremos de menos su talante y su saber. Descanse en paz.
martes, 3 de septiembre de 2019
El profesor Ruiz de Gopegui: una anécdota
Contaba el profesor cómo en plena misión espacial, cuando el alunizaje estaba a punto de producirse, se presentó en las instalaciones un grupo de personas que a toda costa querían hablar con «el jefe de aquello». Se les explicó la dificultad del momento y la inoportunidad de la visita, pero todo fue inútil y Ruiz de Gopegui no tuvo más remedio que recibirlos. El problema era de extrema gravedad: se trataba del alcalde y una delegación del pueblo vecino de Navalagamella que pretendían que se les exigiera a los americanos que, siempre que se mencionara la estación, al nombre de Fresnedillas de la Oliva, se añadiera el de su pueblo, ya que una parte de las instalaciones se ubicaban en su término municipal. Bromeaba don Luis diciendo que, si ya les resultaba difícil a los estadounidenses pronunciar el nombre de Fresnedillas (de hecho, solían referirse a ella como estación de Madrid), era imposible pensar que pudieran referirse de corrido a la Estación de Frenedillas-Navalagamella. Era un placer oír al profesor. Echaremos de menos su talante y su saber. Descanse en paz.
Hornacinas
Interior del antiguo monasterio de San Paio d’Abeleda, en Santa Tecla, A Teixeira (Ourense). |
Frente al vacío, o la ausencia, o la desposesión, o el desprendimiento, o la anulación, o los innumerables huecos por los que se desliza la tinta iluminada que corre por tus venas, no cabe en tu imaginación ni una palabra, ni una imagen, ni un signo, ni un boleto, ni una quimera más. Todo es así y así se consume. Y la noche brilla como un templo de altares desnudos donde aún se refleja el sudor de los muertos.
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lunes, 2 de septiembre de 2019
Ropa vieja
Fin de temporada. Escaparate en La Prospe, Madrid. Foto ©️AJR, 2016. |
con todas las posturas del pasado,
si es ya el cuerpo el que tiene incorporado
los gestos, las maneras, la compleja
madeja del vivir y hasta se sabe
de memoria la piel que lo recubre?
No es necesario más: la misma ubre
que nos dio de mamar será la clave
que nos abra las puertas donde el puerto
final ya se divisa: roja y blanca*
ha de ser la bandera que, en la noche
fatal o de autos, nos llevará al huerto
melibeo, con toda la retranca
del que conoce bien cuál es el broche.
*(Roja, de sangre viva hasta el final;
blanca, en señal de rendición total).
La azotea
Pablo Picasso: Azoteas de Barcelona, 1903. Museo Picasso, Barcelona.. |
Paseando por el casco viejo de Eburia, ahora que parece que vuelve a recuperar algo de pulso (aunque sólo nocturno y jaranero: urge un plan ambicioso para rescatar el viejo barrio como espacio de verdad habitable), vuelvo a pasar por debajo de la azotea de lo que fuera el Colegio Cervantes, mi colegio de primaria, donde fui a clase durante dos o tres cursos, hasta hacer «el ingreso», que era como entonces se llamaba a la prueba que daba acceso al bachillerato. Es un espacio casi almenado, de no mucha altura, sobre todo si se lo compara con la cercana y maciza torre de la Colegial, que casi ni se digna a mirarlo desde su altura desdeñosa. Como suele ocurrir con los descubrimientos que coinciden con el de las palabras que los nombran, esa azotea es para mí ya “la azotea” por antonomasia; incluso me atrevería a decir que la única azotea digna de ese nombre, pues los demás espacios que pudieran asemejársele caen más bien dentro de las categorías de “terraza”, “solario”, “mirador” o “terrado”. Ninguna alcanza el grado de identificación entre el nombre y la cosa que logró este lugar, que ahora me parece fantasmal, cuando don Mariano, el maestro, en uno de aquellos días en que se enfadaba hasta el enrojecimiento, con la varita de palmera en la mano y una salivilla blanquecina asomándole por los bordes de la boca, amenazaba a algún alumno especialmente travieso o torpe: «Vaquerizo, como vuelva usted a distraerse cotorreando con José Emilio, le voy a recetar media docenita de raciones de este jarabe y se va a estar todo lo que queda de clase de rodillas y con los brazos en cruz en la azotea». En aquel tiempo, lo de «la letra con sangre entra» tal vez no fuera literal en todo su brutal y goteante significado —siempre hay un grado posible de envilecimiento—, pero sí constituía una parte tolerada de los métodos llamados pedagógicos. Y así era habitual que cada jornada escolar comenzara con la imagen de don Mariano, bajito, calvo, masticador, muy milhombres, puesto como de puntillas en el estrado sobre el que se alzaba su mesa, blandiendo una muy fina y flexible palmerita de la que a todos nos resultaba imposible apartar los ojos. Se decía que sí te untabas las palmas de la mano con ajo los golpes dolían menos, e incluso que la varita podría quebrarse. Nunca pude comprobarlo. Ahora, cuando paso entre sombras por debajo de ese espacio, que en aquellos años lo fue de juegos y de bullas, a veces me parece que aún se escucha alguna risa o un llanto, y que desde algún rincón oscuro, allá en la altura, alguien me hace una confidencia que ya he olvidado como si fuera mía.
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domingo, 1 de septiembre de 2019
El ínterin
Gerbrand van den Eeckhout: Tric-Trac Players, 1653. Col. Particular. |
—No, no tengo prisa.
—...
—Cuando podáis.
—...
—O mañana o pasado.
—...
—Dentro de un rato.
—...
—O ahora.
—...
—Ya mismo.
—...
—¡De una puta vez!
—...
—Cuando podáis.
—...
—O mañana o pasado.
—...
—Dentro de un rato.
—...
—O ahora.
—...
—Ya mismo.
—...
—¡De una puta vez!
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sábado, 31 de agosto de 2019
Los Arenales del Tajo
El Tajo a su paso por Eburia (o sea, Talavera de la Reina). La foto es de 2016; hoy la situación es dramática. |
No encuentro mejor modo de acabar esta entrega de la serie “Playas” de las «Novelas de una (cierta) línea» que yendo al principio: no tengo recuerdo exacto de ello, pero la lógica biográfica me dice que la primera vez que me adentré en el agua tuvo que ser en la playa de Los Arenales de mi ciudad natal, cuando el padre Tajo hacía honor a su nombre y con un caudal limpio y bullente transformaba los días del verano en un espacio ideal para otros juegos, otros ritmos, otras experiencias, incluida la primera de ahogamiento o, más bien, el primer atisbo de lo que Eliot llamó «muerte por agua»: la visita a ese umbral o pasadizo que en ocasiones nos sorprende como actualización algo absurda pero cierta del inicial viaje amniótico y de la película de nuestra vida. Lucubraciones aparte, mi agua lustral fue la de un río que hoy es casi un cadáver, una de las pérdidas más dolorosas que he sufrido en el paisaje de mi vida e inequívoca prueba —tal vez junto a los innumerables incendios vividos en los bosques gallegos— de que algo ha debido de hacerse muy mal en relación con la naturaleza y el medio para que estas sean las consecuencias. Lo cierto es que nací a escasos metros de un río majestuoso, orgullo de mis días escolares, protagonista, junto con el Ebro y el Duero, de la gran tríada de cauces vivificadores de las tierras ibéricas, y que con el Sil completarían mi póquer de ases fluviales. Un río de rotundo nombre mencionado una y otra vez en las palabras y profecías de los poetas, desde el anónimo cantor del romancero al caballero Garcilaso o el ubicuo Pessoa, sin olvidar la metáfora-fuente (y fuerte) de Manrique, que yo desde que conociera la elegía en la imponente voz de Manuel Dicenta tendía a transformar en un «nuestras vidas son los Tajos que... [la vida nos va a dar]» (lo del corchete vino más tarde: en realidad es de ahora mismo). Las gentes que de pequeños hemos tenido a nuestro alcance un río y sus playas de arena gruesa y cantos rodados, con los remolinos, a veces tan traicioneros, de sus aguas y las fronteras prohibidas de una isla (y ahí hay otra historia), mientras conservemos en la memoria un mínimo de la luz de aquellos días siempre tendremos un paraíso de imágenes y sensaciones al que poder volver. Y ahora mismo, tal y cómo se está poniendo el panorama, y aunque a menudo parezca tan inútil, en esta y en todas las playas que nos han permitido sentir la cercanía del agua y de la luz hay también una causa inaplazable por la que luchar.
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viernes, 30 de agosto de 2019
Da Vinci en Los Narejos del Mar Menor
No conozco ningún lugar donde sea más fácil nadar que en algunas playas del Mar Menor, especialmente en la de Los Narejos. Podría equipararse incluso a las del Mar Muerto, tanto por condiciones de salinidad como por expectativas de destino. El caso es que, como me decía anteayer mismo un anciano algo mayor que yo, en este litoral, para mantenerse a flote, «no hay que hacer nada». Podría considerarse en este sentido una playa zen —también (chiste va) poniéndole todo el “alma” por delante: en esta época del año multitudes la pisan— y no dudo de que en ella —y ahora voy a justificar el título— el mismo Leonardo se sentiría feliz de experimentar en cuerpo propio las infinitas posibilidades circulatorias y fluidas de su ideal hombre de Vitruvio: la facultad de extender y prolongar huesos, músculos, tejidos y auras hasta el límite de lo posible, aprovechando una situación tan placentera como poco accesible al humano corriente cual es la de la casi ingravidez que propicia la extrema salinidad. Siempre ha sido muy fácil nadar en este mar interior, carente salvo excepciones de oleaje, plano y brillante como aquel plato de refulgentes algas que Alberti convocaba, según mi viejo amigo Virgilio Pérez-Clotet, en un poema (nunca comprobé la exactitud de la cita). Pero en los último tiempos —alguien dice que por efecto de la creciente eutrofización de las aguas, o sea, por el exceso de compuestos orgánicos en ellas— la facilidad para mantearse a flote es en verdad impresionante. Así que en mi reciente estancia en la zona he aprovechado esa circunstancia para convertir cada jornada de baño en la variante de una sesión de yoga —para el saludo al sol sólo hace falta abrir los ojos— y en una especie de simulador de ingravidez espacial. Y es que basta con mover las piernas en posición horizontal levemente inclinada para que el hombre de Vitruvio se ponga en suave movimiento, y al poco, sin necesidad de grandes facultades ensoñadoras, uno tenga la sensación de que algo así debió de ser el milagro aquel del mar de Galilea que llevó al más descreído y cabezón de los apóstoles a andar sobre las aguas como Perico por su casa, y nunca mejor dicho. Quien lo probó..., etc.
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