Le pregunto al poema si sabe que yo existo. Y él, como acostumbra, tuerce el gesto e ignora —o finge hacerlo— que he venido a buscarlo donde siempre: al lugar del crimen.
Al poema, monarca caprichoso, no le gusta nada —pero nada de nada— que yo diga de él que es el lugar del crimen.
Pero lo es. Lo es.
Lo que el poema ignora
—o finge hacerlo— es
quién es aquí la víctima,
quién el testigo
(el verdugo se da por descontado).
Con mi desembarco en Facebook, hace más o menos un mes y medio, la dispersión, que ya era una marcada tendencia en mi día a día, se ha convertido en un verdadero tsunami, al que confío en poder plantarle cara antes de que se lleve por delante el sentido de las brújulas que aún me quedan. También hace más o menos un mes y medio, hacia el 20 de enero, se cumplieron dos años desde que me instalé en Twitter. Las experiencias son tan distintas que incluso resulta difícil compararlas.
No es ya cuestión sólo de explicar cómo se siente uno en una u otra. Es que, bajo su nombre compartido de «redes sociales», en realidad apenas tienen algo que ver. En estas pocas semanas, creo haber comprendido el éxito popular e imparable de Facebook --1.860 millones de usuarios al mes a finales de 2016... y subiendo--: es una forma por completo nueva de estar en el mundo. Fácil, intuitiva, compensadora, útil, gratificante, espectacular. Su peor defecto: resulta altamente adictiva, compulsiva. Me atrevería a calificarla de droga dura.
Y es, además, muy poco exigente: un suelo abonado para que sobre él que crezcan, sin apenas cuidado, a veces por mera segregación de la herramienta, todas las flores de la banalidad. Marcadamente infantil. Y maniquea: tiende a que los usuarios se decanten por el sí o el no, incluyendo en este segundo apartado la indiferencia. Aunque, claro, todo depende siempre del uso que se haga. Como en todo. Y de la gente con las que uno se trate. Y de las trampas que uno se ponga. Nada diferentes a las habituales variedades del mundo sublunar en todas su manifestaciones.
Aunque me parece que hay usos y efectos poco menos que insoslayables, inherentes a la naturaleza del medio, frente a los que es poca toda la cautela. El principal de todos es que, se mire por donde se mire, todo empieza en las instancias más primarias del yo. Que no digo que no sean esenciales. Y necesario atender a su cuidado. Pero producen --o pueden producir-- una acentuación de lo más banal que pueda haber en uno mismo. Y la invasión indiscriminada del medio con las resonancias y excrecencias de nuestro ego por tierra, mar aire y éter, sin descanso y sin medida, puede acabar convirtiéndose en la peor forma de contaminación.
Y después --o antes-- está ese pecado capital de la red: el haber degradado el significado de la palabra «amigo». Un pecado original del que aún están por ver sus consecuencias.
Mural en un comercio del barrio de Prosperidad. AJR, 2014
¿A dónde van las horas robadas? ¿De dónde salen las horas añadidas?
Por si no fuera bastante lío el tiempo en sí —¡el tiempo en sí!—, los que tienen en sus manos la manija se empeñan en demostrarnos que pueden manejarlo a su antojo.
Más allá de las nunca demostradas razones de eficiencia, no es descabellado pensar que el motivo principal de los cambios horarios estacionales sea una mera, reiterada, contundente exhibición de poder.
Alguien nos quiere hacer saber que "ellos" están ahí y, como Cronos, en cualquiera de sus reencarnaciones, pueden devorarnos.
Pero, aunque nuestros sentidos ya algo fatigados lo sufran, es tarea inútil.
El Sol y, sobre todo, la Luna —¡menuda es ella!— seguirán a su ritmo.
Y en la plenitud de la noche y en la sospecha del amanecer, seguiremos sintiendo que lo que de verdad nos importa no está al alcance de ningún instrumento de tortura.
Reloj modelo «corte de mangas». Gif tomado de acá.
¿Alguien puede atreverse, a estas alturas, a ilustrar la secuencia central de una película con toda la parsimoniosa y abrumadora melancolía del adagio de Albinoni? Y una vez producido el atrevimiento, ¿quién es capaz de asegurar que el resultado, en el espectador de ojo despierto, pueda ir más allá de la pastosa sensación de estar siendo (estar siendo) emocionalmente manipulado con una mezcla de recursos retóricos a los que se les concede la condición de artísticos o poéticos por sí mismos?
Tengo para mí que de la respuesta a estas dos preguntas va a depender la opinión y el estado de ánimo del espectador de Manchester frente al mar, una película dura, incluso terrible, y frente a la que no caben, creo, medias tintas. A mí me emocionó. Aunque podría poner algún reparo a esta opinión, pero sólo a costa de ponérselo también a mis emociones. Que nada es descartable.
La secuencia a la que aludo más arriba, verdadero eje argumental de la trágica historia de culpa inexpiable que se cuenta, es estremecedora. Consigue que la majestuosa lentitud de la música, su invasión paulatina, combine a la perfección con un estallido insólito, aunque no inesperado, del argumento.
Y de esa mezcla —literalmente un incendio explosivo—surge la atmósfera que logra dar sentido, coherencia y ritmo a una historia narrada a través de saltos en el tiempo, con una gran contención interpretativa rayana a veces en la inexpresividad —pero que es la que corresponde a la tragedia del protagonista—, la acumulación algo repetitiva de motivos, una banda sonora bien medida, y tres o cuatro momentos muy brillantes que, junto con la soberbia, larga, inolvidable escena central, hacen de Manchester frente al mar una de las pelis imprescindibles de la temporada. Pero, eso sí, procuren verla en versión original.