Alberto era un poeta adolescente que vivía al extremo este del Barrio del Mar y a quien me unía una natural simpatía, inspirada tanto por su persona como por su obra singular, en la que abundaban sustantivos extraños, tales como jibia, carámbano o vestiglo, usados tan inusualmente que sus poemas eran jeroglíficos de rara belleza, donde nunca se acababa de adivinar muy bien cuál era el sentido último que el poeta otorgaba a sus palabras. Su obra arrebataba a pesar de ello, debido a la audacia de las imágenes y a lo insólito de las construcciones, que delataban una pluma netamente capacitada, aunque el examen profundo del texto revelaba a veces falta de trabajo, complacencia del poeta con el efecto superficial conseguido, con menoscabo de la firmeza, el sentido y la profundidad de la obra.
Alberto era un poeta de casualidades que nunca se tomó demasiado en serio la literatura como trabajo objetivo en que el papel en blanco es el campo de batalla y la tinta el arma que enfrenta al poeta con sus limitaciones.
A mí sin embargo me apasionaba su obra en aquella edad incipiente y me apasionaba su amistad: pues era Alberto cálido y bello. El ritual de Ramón sobre la muerte y el sexo nos había proporcionado motivos suficientes para pasear juntos cuando la soledad nos abatía por el viejo muelle abandonado al este, más allá de su casa; era un muelle que en su tiempo se usó para cargar la fruta, cuando aquella zona hoy urbanizada era tierra agrícola, un muelle desolado a la sombra de un risco alto, al pie del cual un camino de piedras bordeando el mar lo comunicaba con tierra, camino que el mar barría cuando la furia lo desbordaba. A la izquierda el risco se levantaba vertical, inexpugnable.
Desde el muelle se observaban, sobre todo en invierno, soberbias puestas de sol sobre el horizonte limpio, rojo, el mar azul se oscurecía adquiriendo una tonalidad profunda, reposada, mientras el Teide, erecto sobre el horizonte atlántico, hacía pensar en el Jardín de las Hespérides, donde la mano de los dioses protege a los mortales de las inclemencias del tiempo. Perezosamente las gaviotas cruzaban el disco rojo que se ocultaba, que se movía. Alberto y yo, metidos en dos huecos del risco, aún caliente por el sol del día, al amparo del viento, veíamos la noche caer inadvertidamente, oscureciendo la luz.
Por unos instantes el día y la noche se equilibraban y la vida parecía detenerse, se escuchaba el silencio de la naturaleza inmóvil, el mundo dejaba de ser penumbra, paz, poblaba la tierra, vivificada por aquel encuentro armónico de las fuerzas, que olvidándose de su disparidad, de su disposición antagónica de luz y tiniebla, se identificaban con lo absoluto, en el crepúsculo; para de inmediato la noche, redoblando su fuerza, engullir al día, imponiendo la oscuridad.
Alberto y yo montábamos en el viejo pero aún rápido deportivo de mi padre y nos íbamos a la ciudad a vivir la noche cosmopolita, con los artistas. La gente del arte hacía gala de amplias libertades; el artista era un libertino que con sus excentricidades exorcizaba el fantasma de la decencia, la larva de la convención. Permitidme recordar mirando hacia dentro: sentí frío ante aquellos seres que esperaban a que abriera el primer bar de la mañana; hombres que veían leopardos paseándose entre las botellas de las estanterías; gente estrambótica, rostros escatológicos que como autómatas recorren con los ojos órbitas circulares, mientras cual pulpos de inúmeros tentáculos ejecutan furtivos movimientos.
Sentíamos atracción por tales contrastes. La calma silenciosa del muelle batido por la mar, pesaba. El ruidoso deambular por la ciudad iluminada ejercía sobre nosotros el efecto de un estimulante. La velocidad nos aturdía. Alberto amaba sobre todo la velocidad. Con pasión veíamos los objetos alejarse, la distancia reducirse, desaparecer. En la velocidad la materia no ejerce su tiranía. El espacio es una dimensión fantasma a quien la velocidad delata. El coche, deslizándose con frenesí sobre el asfalto liso, pulido como el cristal, nos devolvía intactos al Barrio del Mar, donde le ruido de las olas, insistente aunque sin ansiedad, monocorde pero sin repetición, renovaba nuestras energías agotadas en la noche. […]
Alberto amaba a su madre con ternura, en sus devaneos literarios su padre fumaba una pipa y su madre le velaba el sueño. Su madre no pudo velarle el sueño, fueron bruscamente separados por razones que nunca me explicó muy bien. Le dolía. A Alberto le dolía recordar que su madre no le dio el cariño que deseaba. Y la figura de su padre, fumando en pipa, era para él la de un viejo marino, inclemente como la mar, imposibilitado para el cariño. «La mar, lo que más temo», escribía subrepticiamente. Soñaba con puentes aéreos sobre el océano, sobre el piélago infinito, tenebroso, que subiendo, rebosando como la leche en ebullición, amenazaba engullirlo antes que como una flecha alcanzar la orilla opuesta, desesperadamente.
“Nadie puede hacerte daño, Alberto”, le decía, pero no me escuchaba pensando en su madre. “¿Qué sabemos de la inmortalidad del alma?”, respondía, dando a entender que, ignorantes en los asuntos más elevados, difícilmente la omnisciencia nos ampararía en la cotidianeidad. Qué pretendía, nunca lo supe. Le amé como nunca he amado ni nunca volveré a amar a un hombre. Es cierto, la falta de cariño en la infancia nos marca para el resto de la vida: porque si una madre nos ama consideramos a la tierra como nuestra tierra, porque si una madre no nos ama, esta tierra nunca será nuestra tierra.
Pero cuando Alberto alteró notablemente su carácter fue a partir de la escritura de Alero; durante tres meses estuvo trabajando con persistencia inusual en la obra. Alero era un escritor existencialista, excéntrico, que se creía muy imaginativo y que había intentado suicidarse varias veces, sin conseguirlo, por casualidad, lo que le hizo pensar que era inmortal. Originalmente la obra se llamaba El Don de Alero, pero yo opinaba que eso era obviar el asunto, reduciendo su significación poética; Alero, por sí solo, evocaba mejor al personaje y su mundo, además de que añadía la idea de algo flotando sobre el vacío.
Alberto se negó al principio tajantemente, de mal humor, a variar el título de la obra, pero un buen día me dio la razón llanamente. Yo mismo le ayudé en la revisión de los detalles y el acabado estilístico de no pocas de sus partes. Pero no pude hacer más y lo sentí, porque yo opinaba que había que suprimir capítulos enteros. Alberto era de esos escritores que creen que todo lo que sale de la pluma debe pasar a la imprenta, como si escribir y acertar fuera una misma cosa. Para él, por el mero hecho de haber sido escritas, las palabras merecían la pervivencia. Yo le preguntaba si todo lo que entraba en una cocina se lo comía. "Pues igualmente que de los vegetales se desechan las partes duras, de las carnes las incomestibles, de las latas los envases, así lo que el escritor escribe debe ser cuidadosamente separado, el fruto de la cáscara, la sustancia del accidente, el contenido del envoltorio que nos sirvió para traerlo intacto a la tierra, pero que después no debe ser expuesto en la obra acabada".
Pues mi idea era que el escritor se servía como de escaleras o puentes para acuñar determinadas expresiones, que luego debían ser desechadas una vez conseguido el objetivo. […] Interminable sería transcribir las largas conversaciones que Alberto y yo sosteníamos durante días enteros; Alberto no cedía, yo tampoco. Por eso su obra, Alero, nunca será una gran obra, aunque contenga destellos geniales. Y lo siento porque hubiera dejado a la posteridad una huella imborrable de su persona y no galimatías. […]
Alberto escribió, pues, Alero y se dio por satisfecho. El personaje, ya se ha dicho, se creía inmortal; carente de moral, de freno, de muerte que lo amenazara, que lo intimidara con la incertidumbre del más allá, Alero estaba dispuesto a perennizar sus imperfecciones, para horror del cosmos; matando, si las circunstancias se lo proponían, extorsionando, destruyendo. No era propiamente un personaje malo; antes bien actuaba inocentemente, obligado por su sino, por su don, que lo separaba del resto de la humanidad mortal, que él envidiaba. Mataba por distracción, por frivolidad, para procurarse un entretenimiento. Imaginaba lo horrible de su caso viendo siempre gente, dejando de ver gente, pisando tierra siempre, la tierra que algún día abonaría con sus excrementos. Entonces Alero daba una fiesta de disfraces en su casa, y provocaba un incendio para observar cómo la gente se desprendía de sus caretas al término de la vida, que para él no concluiría nunca, jamás, por siempre tendría que soportar aquella careta horrenda adherida a no sabía dónde. En un acceso de furia Alero intentaba desprenderse de su rostro para ver que había debajo, convencido de que no había nada, de que sobre la nada su careta se cernía. Aquel rostro verde, aquellos ojos rojos, aquellos labios abultados, constreñidos, violetas, eran una puerta al vacío, la mueca de la inanidad, la expresión del caos. A Alero lo encontraron también muerto, pero con el rostro desfigurado, no por el fuego, desgarrado, como si el espíritu de un tigre se hubiera posesionado de sus manos, ensañándose con él.
Nuestra amistad se enfrió; era como Alero se interpusiera entre nosotros. Sí, una creación mental nos separó. Alberto se volvió sarcástico, él que era encantador, naturalmente comprensivo. Cada día se parecía más a su personaje: repetía sus palabras, empezó a lucir una piedra roja, como él, y realizaba actos temerarios, tales como bañarse en el bufadero con la mar encrespada, lanzándose al mar desde los riscos altos, desde la cruz que él mismo levantara para Romy…