lunes, 22 de junio de 2009

Los años del Johnny


Entre los años 1974 y 1976, durante dos cursos, fui colegial del Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, el popular Johnny cuya pervivencia, tras 43 años de ininterrumpida presencia en la vida universitaria y cultural del país, está ahora amenazada, tal como han puesto de relieve estos días numerosos medios.
Nunca podré olvidar la rica experiencia que me aportó vivir en este colegio, que en muchos aspectos fue para mí un auténtico centro de iniciación cultural y vital: al cine, al teatro, a la música, a la convivencia, a la actividad de grupo con acento civil, plural y democrático (suena a obviedad política, pero entonces era una peligrosa reivindicación). Sé, además, que ha seguido desempeñando un papel similar para las sucesivas generaciones de estudiantes que han pasado por sus escuetas dependencias. Y por todas partes hay testimonios, y muy cualificados, de la importancia que el Johnny ha tenido a lo largo de estos años como foco cultural y, de forma notable, como lugar de referencia para el jazz, el flamenco y otros géneros a través de su afamado Club de Música y Jazz, cuyo alma máter ha sido siempre Alejandro Reyes.
Hoy resulta difícil hacerse una idea precisa de lo que un lugar abierto y libre –aunque muchas veces lo fuera de forma clandestina– como el San Juan podía suponer en la España efervescente pero todavía dictatorial, gris e incluso aterrorizada del último franquismo y los años confusos de la pretransición. Para muchos jóvenes de entonces (y sin duda más para quienes veníamos de provincias), la experiencia de vivir en lugares como el Johnny resultó decisiva. Varios de estos colegios, incluso por encima del papel de las Facultades universitarias, fueron los verdaderos foros académicos que nos permitieron ampliar nuestra sensibilidad en todos los sentidos, la palanca del despertar de inquietudes, incluso la pista de despegue del camino profesional y vital seguido después.
El Johnny que recuerdo fue un lugar en el que floreció un espíritu de convivencia no carente de sombras pero inolvidable y de veras educativo, apasionadamente polémico muchas veces, siempre plural y enriquecedor. Cómo olvidar las maratonianas asambleas nocturnas de aquellos años, con su cariz político inevitable, pero en las que se discutía de todo lo discutible a lo largo de un larguísimo viaje que podía iniciarse con los fenicios (o sea, en el mismo bar), continuar en las Cortes de Cádiz (el elemento andaluz siempre tuvo un especial predicamento) y, tras recalar en la URSS postestalinista o en la China de Mao, saltar a los campos de Vietnam arrasados por el napalm, tal vez demorarse un poco en espacios nórdicos de posible entendimiento (Suecia como ejemplo fiable de la socialdemocracia), al tiempo que, de cara al objetivo compartido por todos (derribar la dictadura), no se perdía de vista que al otro lado de los Pirineos, además de Perpiñán y sus últimos tangos, estaban París y la aún reciente explosión juvenil de Mayo del 68 que nos había provisto de eslóganes imaginativos, un horizonte libertario... y muchas lecturas farragosas.
Tampoco se olvidan las ocasiones en que la policía, con sus acongojantes lecheras enrejadas, cercaba el colegio y nos desalojaba por la fuerza y sin contemplaciones, en calculadas medidas represivas que a todas luces eran un escarmiento ejemplarizante contra las protestas universitarias. En uno de aquellos asaltos viví escenas que, junto con algunas otras soportadas a las puertas de la Facultad de Ciencias de la Información, forman parte de mi memoria personal de la brutalidad.
Pero lo que recuerdo con mayor viveza es la frenética actividad cultural. En mis años del Johnny –que no fueron solo los que allí viví como colegial, pues seguí acudiendo a las actividades durante algún tiempo– pude descubrir, muchas veces también en maratónicas sesiones sin horario, una parte importante del cine que sigo valorando (aunque con excepciones que hoy me huelen más bien a cuerno quemado): Pasolini y el neorrealismo italiano, Truffaut y Louis Malle (más que Godard) y la nouvelle vague francesa, o cinema novo brasileiro, el free cinema británico, los grandes maestros rusos, el cine independiente de USA, Bergman, los musicales de los Who…, sin olvidar algunas joyas del cine mudo, a los Marx, ni a Buñuel o Víctor Erice, tan deslumbrante desde su primera película.
Pude ver (y en parte contribuí a organizar, en sus aspectos meramente prácticos, como miembro de infantería de la comisión de teatro) los estrenos de grupos que ya entonces, y acaso más que ahora, se consideraban míticos: Living Theater, Roy Hart, los inolvidables Bread and Puppet con su fascinante combinación de actores y marionetas, La Cuadra, Tábano… Mi afición al género dramático, que años después me llevaría a escribir crítica teatral (para Los Cuadernos del Norte), se consolidó entonces. Pude escuchar a grupos musicales como Gwendal, Quilapayún, Triana… Asistí a estrenos de música vanguardista comprometida como el Gaudium et Spes-Beúnza que Cristóbal Halffter dedicó al primer objetor de conciencia, o los atonalismos (de difícil apreciación para mi oído) del grupo Koan.
Lamentablemente, no estuve presente en ninguno de los legendarios recitales de Camarón (entre ellos el que sería el último), pero sí pude asistir a reuniones flamencas inolvidables al lado de mi colega Virgilio Pérez-Clotet, rondeño cabal, que hacía honor a su nombre en los para mí muy desconocidos territorios del jondo. Aún recuerdo su enfado por la escasa asistencia de público a un recital de Bernarda y Fernanda de Utrera, dos cantaoras que ya por entonces eran una leyenda viva del cante. Asimismo, entré por primera vez en contacto con el mundo del jazz, con el pianista Tete Montoliu como principal guía de emociones (algunos sostienen que los conciertos del pianista ciego en el San Juan han sido lo más relevante de toda la historia musical del centro).
En las ascéticas habitaciones del Johnny mantuve algunas de las conversaciones sobre literatura más apasionadas, largas (podían durar días), enrevesadas e ingenuas que recuerdo. Junto con el poeta Ángel Sánchez Pascual –que ganó el premio Adonais de 1975, en la misma convocatoria en que me concedieron un accésit: no creo que haya vuelto a repetirse la azarosa circunstancia de que dos galardonados del mismo año en este premio vivieran bajo el mismo techo–, organizamos un Aula de Poesía que logró cierta audiencia. También en el San Juan tuve la fortuna de hablar por primera vez con el poeta Claudio Rodríguez. Y, años después, ya como ex colegial, oí explicar a José Ángel Valente su comprensión –comunión sería palabra apropiada– del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz y le vi (o creí verlo) alzarse un palmo sobre el suelo cuando concluía su intensa evocación «a vista de las aguas».
Algunos de mis amigos siguen siendo los que conocí en el Johnny en esos años. Con otros muchos he ido perdiendo el contacto, pero el recuerdo sigue vivo y emerge a poco que se produzcan circunstancias favorables.
Ahora, por razones confusamente explicadas (la necesidad de remozamiento del edificio), sobre la supervivencia del Johnny pesa una grave amenaza. Hay motivos para sospechar que detrás de la decisión puede esconderse el mismo tipo de intereses especulativos que se han llevado por delante algunos de nuestros mejores paisajes litorales o rincones urbanos con los que ya solo podemos fantasear. Alzar la voz contra estas oscuras maniobras, uniéndome a la marea que se ha levantado por todas partes y que sigue creciendo, es para mí, además de un deber ineludible con la memoria cultural, lo más parecido, sentimentalmente, a un acto de legítima defensa.
Así que, sin desesperar de que en verdad sirva para algo, me uno al grito común: ¡El Johnny no se cierra!

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