Cuando Sherezade acabó de leernos las páginas del Diario de Nostra, estaba a punto de amanecer. Algunos de nosotros, sin duda vencidos por el cansancio acumulado en las últimas noches dormitábamos con disimulo o incluso a pierna suelta, liberados ya de cualquier contención o cinchas de decoro. Otros en cambio, incluidos los estirados Merluzos, pero también la Vieja sin Nombre, la mezcladora de refranes, el experto en Evaporaciones o, en fin, el Buhonero que ya había dejado de seguir las instrucciones de Perec permanecían alerta y como en actitud de preguntarse: «Hemos llegado a la LUN de la última noche en este viaje de retorno, ¿y ahora qué?». Tras pedir con un gesto la venia de la princesa, me atreví a intervenir: «Tenemos aquí la llave que nos ha dejado Nostra. Algo habrá que hacer con ella». Y, en efecto, en el centro de la escena, ya iluminado por la primera luz, lanzaba sus destellos incitantes la pequeña llave. Sherezade se acercó hasta ella, la cogió y mientras nos miraba con la más delicada de sus sonrisas se dirigió hacia la ventana del fondo de la sala, arrojó con fuerza la llave contra el cristal y nos dijo: «Vamos, salgamos de aquí». ¿Y qué otra cosa podíamos hacer sino seguirla?
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