La niña Clea, desde muy pequeña, estaba acostumbrada a compartir todas sus cosas. Si tenía manzanas, repartía manzanas; si caramelos, caramelos; avellanas cuando era la época y figuritas de mazapán por Navidad. No solo por eso, pero también por eso, tenía muchos amigos. Y casi todo el mundo la quería. Había algo, sin embargo, que nadie había conseguido averiguar: qué llevaba dentro del fardel que siempre portaba consigo y acerca del cual se rumoreaban las más variadas y peregrinas suposiciones, pero sin llegar a ninguna conclusión convincente y sin que apareciera nadie que a ciencia cierta supiera lo que quizás solo yo pude descubrir un día, pero que no pienso revelar nunca. O al menos no mientras permanezca en la cárcel.
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