(Lecturas en voz alta). Como dijo alguien, también fallecido, cada día se muere gente que no se había muerto nunca. Y aunque sea ley de vida, es imposible acostumbrarse. Hoy (en realidad hace dos días, pero acabo de enterarme) le ha tocado el turno a José Luis Pellicena, a los 85, y la noticia me produce un salto hacia ese vacío extenso que engendra cierta dimensión de la memoria que ya parece pertenecer a otro, de tan lejana y hasta legendaria como nos resulta. Pellicena es un nombre y una voz asociados para mí, a la vez, al descubrimiento del teatro de calidad (a través de la tele, en especial el inolvidable Estudio 1, aunque no sólo) y a la literatura de “intriga y misterio”, por medio también de algunas series míticas de televisión, en las que Pellicena tuvo un papel importante, y, casi simultáneamente, a menudo en connivencia, por la lectura de las “narraciones extraordinarias” de Poe, una de las primeras y más intensas revelaciones que recuerdo haber tenido del valor de la escritura como experiencia capaz de trascender el mundo. Pues bien, el sólo nombre “Pellicena”, como también “Dicenta”, “Rodero”, “Bódalo”, “Merlo” o “Sala” o “Gutiérrez Caba”, por decir los primeros que se me vienen a la cabeza, configuran en mis recuerdos una especie de panteón de sensaciones y descubrimientos irreemplazables, y de naturaleza, si no inmortal, sí en cierto modo imperecedera, al menos mientras mi memoria sea capaz de avivarse y por más que las necrológicas de los periódicos se empeñen en recordarnos, cada día, por quién doblan las campanas. Esta tarde buscaré en Internet —esa memoria auxiliar casi milagrosa— algunas escenas de aquel tiempo. Y volver a verlas, en homenaje a los que ya no están, será una forma imaginaria pero también consoladora de hacerle un inútil pero consciente corte de mangas a la Gran Tramposa que siempre juega con las cartas marcadas. Amén. O «Ansi soit-il», que un poco antes de por aquel entonces nos había enseñado a decir Père Ignace.
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