(Lecturas en voz alta, 🙏82). Es natural y comprensible el coro de voces tristes, agradecidas y admiradas que despide a José María Iñigo: con él desaparece uno de los mayores comunicadores del país, y en mi particular memoria el primer periodista “moderno” del que tuve noticia, a través de la revista «Mundo joven», y en alguna medida responsable de que, a la hora de decidirme entre los estudios de Filosofía y Letras o Periodismo, fueran estos últimos los elegidos. A principios de los años 70, Íñigo era un señuelo de modernidad y aunque después pudiera parecernos que se fue atrincherando en una carrera de éxitos algo convencional, no tardamos en percibir que era alguien capaz de reinventarse una y otra vez, un resistente nato. Y un profesional todoterreno. Siempre he sentido por él, además de una gran admiración, una extraña sintonía y hasta sensación de familiaridad, más extraña aún si se tiene en cuenta que nunca lo he tratado. Ahora su muerte, no por esperada menos cruel, es un claro aviso —uno más, pero muy acuciante— de que esto, definitivamente, va en serio. Buen viaje, maestro. Gracias por el ejemplo.
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