Philip Roth, con Nueva York al fondo. Foto tomada de aquí. |
Ahora que al novelista Philip
Roth acaba de aparecérsele, de forma acaso definitiva, el espectro, es
inevitable recordar que tal vez sea el penúltimo novelista al que he leído con
la vieja pasión del «lector de novelas» que alguna vez fui. Recuerdo bien el
deslumbramiento que me produjo su Visita al maestro, aquella novela de
aprendizaje (bildungsroman es el término exacto) que, en cierto
modo, me sirvió para rescatar sensaciones parecidas y puestas al día de lo que
había sentido leyendo a Herman Hesse o incluso al primer Musil. Nathan Zuckermann, el álter ego literario del autor, comparecía allí por primera vez y logró interesarme y enredarme en sus ocupaciones y proyectos como si fuera una parte de mí mismo.
Tras algún interregno borroso, otro
aldabonazo fue La mancha humana, a la que llegué encandilado por la interpretación
de Anthony Hopkins en la película homónima. Esta obra, que hoy bien puede considerarse una «crónica del ominoso futuro», me despertó el interés por la producción última del
escritor, con su marcada preferencia por la peripecia erótica, entreverada con los contratiempos de la enfermedad y la decadencia corporal. Seguí este verdadero elogio del deseo, envidiable en muchos sentidos, también algo cargante en otros, a través de títulos como El animal moribundo, Elegía o Sale el espectro, la última obra de Roth que recuerdo haber leído completa, tras un intento fallido con Némesis (tal vez, como homenaje, retome esta última ahora..., si no interfieren las lecturas de lecturas de otros lectores más fieles y atentos, como Juan Gracia Armendáriz, uno de los más notables Rothistas confesos que conozco: curiosamente su Diario del hombre pálido, cuyas entregas llegaban puntualmente a mi ordenador los viernes, no sé bien por qué está asociado a la narrativa del autor estadounidense).
Para resumir mi «experiencia Roth», muy limitada pero significativa en mi memoria de lector, he de destacar su maestría para novelar como el que escribe memorias, mezclando con pasmosa habilidad datos biográficos, lecturas, conjeturas y deseos, hasta dar con una variante personal y reconocible de esa forma imaginaria de contar la vida real que tal vez sea el torreón desde el que la novela moderna, como género siempre en peligro de extinción, pero finalmente resistente, sigue presente entre nosotros y sobrevive como algo más que un mero entretenimiento. Más o menos.
Y luego están los otros Roth y los grandes equívocos sin importancia.
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