Los cielos de mayo suelen ser proclives al enmarañamiento. En más de una ocasión nos sorprenden con danzas de nubes, parsimoniosas, leves, tan seductoras, que uno se quedaría contemplándolas más allá del tiempo, como si fuera en Babia. Y más si entre la espuma blanca y llena de presagios acuosos se abre una ventana de purísimo azul por la que se cuela el universo lejano y hasta parece que se retrata el mar. El ágil vuelo de un pajarillo viene a recordarnos que el reloj sigue su curso, y en la ciudad la vida, que no espera, nos espera. Nadie sabe cuántos mundos tiene dentro un minuto de nubes. Al contemplarlo intuimos que no debe de ser muy distinta la sensación de eternidad, esa herencia no del todo perdida de nuestra infancia.
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