Al despertar, bajo la olorosa luz del sureste, mirando el calendario, me asalta la extraña sospecha de que las cosas tal vez comenzarían a arreglarse el día en que el 14 de abril coincidiera con el sábado de gloria. Ya pasó una vez algo parecido, y quienes lo vivimos tuvimos esperanza. Pero ahora la esperanza, además de la arrugada sugerencia de un chiste mal estacionado en la Vía pública, es sólo el nombre de una estación del metro de Madrid. La luna de parasceve, la primera luna llena primaveral, es probablemente la más hermosa del año. Está llena de presagios que se abren paso entre un revuelo de túnicas sagradas, aromas orientales y música de oboes, y bajo un sinfín de resonancias que colonizan nuestros sueños, tras más de dos mil años de cristianismo (que diría Henry Miller) y solo unos pocos decenios después de que en esta tierra se frustrara el encuentro posible entre la razón de la libertad y el cántico del espíritu, en el fondo tal vez la misma cosa, aunque resulte tan difícil comprobarlo. Esta luna, que fascinó a Cernuda hasta el punto de trasladarle sin nostalgia pero con alegría a la Arcadia de su infancia sevillana, este año llega además envuelta en ese fenómeno de cuatro eclipses consecutivos conocido como tétrada, al que popularmente, con expresión casi lorquiana, se denomina «cuatro lunas de sangre». Un suceso astronómico no excesivamente raro, aunque sí espectacular (donde es visible) y al que algunos augures consideran mensajero de desastres apocalípticos, si bien no falta quien lo ve (y me sumo) como una ocasión de renovar energías vitales para afrontar el tiempo venidero. De una forma u otra, en el preciso, mínimo, fugaz instante en que se produzca la confluencia entre la efemérides republicana y la primera luz nocturna del martes santo (¡pero el 15 de abril siempre lo es!), será la hora y señal para dejarse invadir fluidamente por la pura emoción de estar vivo.
Imagen: luna llena de abril. De autor desconocido. Tomada de aquí.
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