Adán, al reconocer la nada despreciable cantidad de animales a los que tenía que poner nombre antes del anochecer, se sintió desolado. Sus cavilaciones lo habían conducido hasta las afueras del Edén, así que volvió sobre sus pasos y cuando estuvo en el centro del jardín se sentó bajo el árbol del Viernes y se quedó dormido. Soñó que por su peso le caía en el regazo una manzana de oro, y que de la manzana, por una ventanita brillante dibujada en el hemisferio superior, asomaba un pequeño gusano que no tardaba en saltar afuera, y crecía y crecía hasta convertirse en una gran serpiente. La serpiente anidaba en la cabeza de Adán y allí se multiplicaba haciendo que sus cabellos, que nunca habían sido cortados, se fueran transformando en la intrincada melena de otro animal, al que, fatalmente, también habría que poner nombre. Al llegar a este punto, Adán advirtió que estaba en un camino sin salida y despertó. Al levantarse, sintió un pequeño escozor en la espalda y creyó recordar que, mientras dormía, alguien había removido los huesecillos de su muñeca izquierda. Tomó del suelo una ramita y, tras afilarla un poco con los dientes, empezó a dibujar en la tierra unos círculos disímiles que fueron tomando apariencias que él no era capaz de interpretar, pero que lo obligaban a mantener fija la mirada, como si alguien le estuviera contando el cuento de su vida. Dentro del círculo grande que sostenía el círculo menor, uno y otro formados de infinitos círculos diminutos, percibió que su mano se movía trazando dos semicircunferencias y otras figuras de las que lo desconocía todo. Entonces creyó reconocer lo que el sueño no le había revelado. Y se dispuso a esperar su aparición.
(En homenaje a Gabriel García Márquez: "Mucho tiempo después sobre la tierra." Gabo no se acaba nunca.)
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