martes, 9 de junio de 2020

Hálito...

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Ilustración ©️Rafael Pereira.
Sis-temáticamente empezaron a aparecer, en puntos diversos de la ciudad y también en algunos espacios salvajes, cadáveres enmascarados sobre los que la policía forense de la unidad robótica estableció un diagnóstico tan unánime como tajante: asfixiados por su propio aliento.
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lunes, 8 de junio de 2020

Adagia andante (12)

Que tu acto de fe sea el poema. También el vuelo de tu corazón.
El pensamiento es algo vivo. Y es preciso compartirlo con los otros.

La poesía avanza en todas direcciones. Y busca comprender —o al menos enunciar— lo inexplicable.
El poema, además de su asunto, tiene como objeto saber qué es un poema.
El no saber es la fuente más caudal de la poesía.
Tiene el poema la condición del ave que se pierde en la espesura.
Allí donde no alcance a llegar la inteligencia tal vez abra caminos la voz de la emoción.
A la luz de la imaginación (o con la imaginación encendida), la realidad aumenta de tamaño y se hace más visible.
Dice Stevens (cláusula 211), no sin humor, que «el joven poeta es un dios. El viejo poeta es un vagabundo». Tal vez sea verdad. Sin duda, es cierto.
Pues todo lo que importa está en la mente: vive en ella el terror, junto con aquello que puede defendernos del terror. En eso consiste ser humano.
El poeta nunca olvida la vida de la mente. Y asiste a cada instante a la lucha que allí tiene lugar.
La mente es, junto al aire, el lugar del poema.
El poeta rara vez es un héroe. Su prestigio nace del prestigio intocado de la poesía.
El prestigio de la poesía es tan evidente como inexplicable. Tal vez sea la última manifestación de lo sagrado.
Es increíble el escaso valor de la poesía. Tan increíble como su universal supervivencia.
Tiempos confusos: el mundo, de hecho, no podría vivir sin poesía. Con poesía, también resulta incomprensible.
La poesía es el universo. El solo verso.

Las avispas

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Manolo Quejido: El barrendero, 1986. Col. Particular (?).
El escenario del viejo teatro permanece vacío durante un buen rato. Al levantase el telón vemos a un barrendero que está recogiendo del suelo las hojas de lo que seguramente, durante la noche, habrá sido un vendaval. Cuando llega al centro de la escena se detiene, se limpia el sudor y, apoyado sobre la escoba y mirando con fijeza al público, declama:
El pensar fundamental
digo yo que no es lo mismo
ni siquiera
que el rastro del animal
que olisquea en el abismo
una bandera.
Se agacha y, de entre las hojas amontonadas, saca los jirones de lo que parece ser una enseña de colores. La guarda en su cubo portátil y, mientras sigue andando, se le oye canturrear:
Y, dispuesto a dejar huella
como un rastro bien visible
en el paisaje,
siembra bilis y querella
con furor de incombustible
viejo ultraje.
Al llegar al final del proscenio, el barrendero asciende con sus herramientas por una pequeña rampa que lo vuelve a situar en medio de la escena, pero ahora a metro y medio del suelo. Desde allí, y mirando nuevamente al público, dice:
No se engañe nadie, infiero,
pensando que se detiene
su estulticia:
es un enemigo fiero
con esa tirria que tiene
y su avaricia.
Al concluir, mira hacia el cielo y extiende una mano como quien comprueba si llueve. Cae el telón. La escena permanece en silencio durante unos minutos. Se oye un raro zumbido que poco a poco, pero de forma perceptible, va creciendo. Y un poco después se oyen los truenos y se ven los relámpagos de un tormenta. Apertura de plano. La cámara sobrevuela el patio de butacas, vacío, aunque en algunos asientos se ven maniquíes y grandes figuras recortadas. En un rincón de la pantalla, mientras la tormenta arrecia, puede leerse la palabra
FIN
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domingo, 7 de junio de 2020

Los sonámbulos

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Honoré Daumier: La noche: Paseantes» (o Los noctámbulos), 1847.
 National Museum Cardiff, Gales.
El noctámbulo inmóvil, prisionero de las horas sin dueño desde más allá de la medianoche y hasta antes del alba, siempre supo que no estaba solo. Lo que no imaginaba es que los corredores velados de la luna llena —"luna rosa" la llaman en estos tiempos más bien desvaídos— pudieran estar llenos de tantos Iluminados. «Somos legión», se dijo. Y, sin pensárselo más, se sumó al corro.
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sábado, 6 de junio de 2020

Nostromo

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José Chávez Morado: Los embozados, 1955.
Dijo su nombre y nos fue saludando uno por uno. Parecía difícil de creer, pero aún recordaba detalles tan nimios como las películas favoritas de cada cual o las aficiones que imprimen carácter —filatelia, mariposas, minerales— y hasta la manera que teníamos de ponernos la mascarilla. Por esto último, a todas luces un dato inconsistente en su relato, supimos que era un impostor. Y decidimos deshacernos de él.
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viernes, 5 de junio de 2020

É la nave va

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Ilustración: ©️Javier Serrano, 2020
Una ráfaga de tiempo dio la vuelta al paraguas y lo transformó en una barca, acogedora y ágil, para afrontar las mareas de la vida. ¡Hay que ver el poder simbólico y real de algunos objetos cotidianos! ¡Quién no tiene, incluso sin ser galaico, al menos un paraguas en su vida?
El mío más persistente me acompaña desde aquellos días pasados en el pueblecito italiano de Arco, en la provincia del Trentino-Alto Adige, muy cerca del lago de Garda, tal vez en el verano de 1996. Una mañana, visitando Trento, al pie del Castillo de Buonconsiglio y la singular Torre Áquila (¿no conocen aún sus prodigiosas pinturas murales de los meses?), nos sorprendió un temporal, si no bíblico sí tridentino, y hubo que buscar en las muy tradicionales y recoletas tiendas de la histórica ciudad un “ombrello” capaz de protegernos. Como éramos cinco, optamos por un ejemplar amplio y fuerte que, en todo su esplendor y sin dejar de ser serio y elegante, propiciaba un abrazo casi de sombrilla playera.
Hubo, además de ese primer paseo, otros muchos en aquel verano lluvioso y feliz, incluida más de una caminata junto al gran lago, entre las velas de pequeñas embarcaciones cabeceantes, algún yate poderoso y numerosas sorpresas escondidas en lugares como Limone, Malcesine —con el castillo que fascinó a Goethe—, Peschiera o la propia Riva di Garda. Y sin olvidar las altas caminatas por el Monte Baldo ni la inquietante sugerencia de Salò... Desde entonces, ese gran paraguas, al que recientemente bautizamos como El Abuelo, viaja siempre con nosotros en el coche y, en cierto modo —ahora lo veo claro—, se ha transformado en un vehículo mágico y protector en nuestro camino a través del tiempo.

jueves, 4 de junio de 2020

En son de Paz (7)

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Octavio Paz revisando un ensayo. La escritura interminable.
(En son de Paz, 21). En una de las cartas dirigidas a Pere Gimferrer (y que este recopiló y editó en el volumen «Memorias y palabras», 1999), Octavio Paz escribe: «Querido Pedro: Lo que me dices de “Pasado en claro” me conmueve. Gracias —¿qué más puedo y debo decirte? Te contaré algo que quizá te interese. Empecé a escribir ese poema sin saber exactamente lo que hacía. El tema fue apareciendo lentamente, brotando, por decirlo así, del texto ya escrito y de una manera independiente de mi conciencia y de mi voluntad. No al “dictado” del inconsciente o de la inspiración; yo —mi mano, mi cabeza, mis sentidos, mi mente y, claro, el diccionario a mi lado— era el que escribía, pero escribía lo que, sin decirlo, me decía lo ya escrito. No sé si me explico: el texto producía el nuevo texto —o para decirlo de una manera menos brusca: lo ya escrito me señalaba el camino que debería seguir. Algo semejante ocurrió con “Piedra de sol”. [Añadido en nota: Algo muy distinto a la “escritura automática”—que no fue ni es sino una quimera una “idea” (y yo hablo de una “práctica”)]. Y algo más, que sólo a ti te cuento por ahora y que te ruego no divulgues sino hasta que aparezca una nueva edición del poema. Lo terminé aquí, el año pasado. Después, en México, cuando ya estaba el original en la imprenta, durante una temporada que pasé en Cuernavaca, escribí 44 líneas más —verso 15 de la página 18 a verso 7 de la página 21. Pero unos pocos días después, al releer el nuevo pasaje, descubrí ciertas falsedades. Llamé a Vicente Rojo —que se encargó de la edición— para preguntarle si podía retirar unos 20 versos, los mismos que había añadido hacía unas semanas. Me dijo que ocasionaría un trastorno considerable, que ya había hecho varios cambios, etc. Tenía razón y me resigné. Pero no del todo. Aquí otra vez al releer el poema, hice unas cuantas correcciones y escribí de nuevo parte del pasaje: 18 versos, justamente los que desde un principio me parecieron gratuitos, no necesarios. Te los envío con esta carta para que corrijas tu ejemplar».

La carta está fechada el 21 de octubre de 1975 en la Universidad de Harvard, en Cambridge, Massachussets, en cuyo Departamento de Literatura Comparada fue Paz profesor. Resultan admirables tanto la precisión de los datos sobre la escritura del poema, y lo que revelan sobre el proceso de creación, como la impresión de seguridad y “sentido de trascendencia” desde el que se escribe (pese a lo titubeante de la sintaxis: “no divulgues sino”) y, por último, el gesto del amigo que le encomienda y facilita al corresponsal la corrección de su ejemplar de la obra para ponerlo en orden. Instantáneas de intimidad que acaso sirvan, además de para precisar algún rasgo del carácter del autor, para comprender la seriedad y exigencia con que afrontaba su trabajo.