Este es el poema del 23-F.
Debían de ser las seis de la tarde. El semáforo
de la calle del Príncipe de Vergara (antes
General Mola) esquina a Hermosilla
estaba en rojo. Desde mi mesa
de trabajo, por la amplia cristalera,
pude ver ante él parado
un autobús repleto de guardias civiles.
Dije en voz alta algo así como: «Mira, Tere, cuántos
picoletos…» Y Tere miró y acaso nos reímos.
Seguimos trabajando. No había forma
de encontrar las fotos adecuadas
para ilustrar el Tema Clave, tan árido, de la Constitución.
Debió de transcurrir cosa de media hora.
En el despacho del jefe sonaba la radio.
Y por la radio y por su rostro (del jefe)
alarmado delante de la puerta
supimos que algo extraño pasaba en el Congreso,
que los diputados estaban secuestrados,
que el paréntesis para la democracia
al que Suárez, triste y enfático, aludiera
en el discurso de su dimisión
podía volver a cerrarse,
y quién sabe qué vendría después.
Lo que vino después es bien sabido. O casi.
Tal vez aquella noche mi chica y yo
pensamos que sería mejor
buscar otro horizonte.
Las alarmas crecieron y se desvanecieron.
Y el miedo dejó paso a la alegría.
Se han escurrido 30 años desde entonces (hoy es el día).
Más de media vida para muchos.
Otros muchos ya no lo recuerdan.
Y la verdad es que amaga cierto cansancio de las repeticiones.
Y una indudable repetición de los viejos cansancios.
Este no es el poema del 23-F.