Primera representación de Hernani (25.02.1839), de Víctor Hugo,
en la Comédie Française, entre una manifiesta “división de opiniones”.
Ilustración de Paul Albert Besnard (1849-1934).
EL SIGUEN LAS COMPARENCECNIAS HASTA QUE COMPAREZCA VERDADERO CAUSANTE DEL DESASTRE O SALGA DE SU CONCHA EL APUNTADOR
domingo, 21 de agosto de 2022
PEREC AL PASO
miércoles, 17 de agosto de 2022
UNA REVELACIÓN DE NOSTRA
(LUN, 652 ~ «Las cosas de Nostra»)
martes, 16 de agosto de 2022
LA HISTORIA DE NUNCA ACABAR
Goya: Duendecitos, grabado número 49 de «Los Caprichos», 1797. Museo del Prado, Madrid. |
lunes, 15 de agosto de 2022
domingo, 14 de agosto de 2022
Música sin fin
(En voz alta). Un artículo de Fernando Neira en El País nos recuerda que cumple medio siglo (ya como casi todo) esta canción definitoria como pocas (por alusiones) de las claves del tiempo aquel en que, como dijo Rigoberta Menchú, «así nos nació (o mutó) la conciencia». Pongamos que hablamos de 1971, casi ya el 72, y que en efecto quienes por entonces cumpliríamos entre 16-18 años (podríamos ampliar la horquilla a los 15-20) estábamos en pleno proceso de aterrizaje en lo que sería (¡claro!) el resto de nuestros días, pero también una forma de estar en el mundo que queríamos consciente, plena, libre, solidaria, alegre; lejos de los mordiscos de la culpa que tal vez habían roído nuestra infancia; libres de la sensación aquella que Rimbaud Le Voyant definiera tan bien también (“todo el día él sudaba de obediencia”), y dispuestos a… no sabíamos qué exactamente (seguimos sin saberlo), pero dispuestos. Dice Neira que es discutible que las interpretaciones usuales que se ha hecho de las alusiones de la letra de American pie (tal como se recoge en este vídeo) sean atinadas. De muchas de ellas, la verdad, tardamos años en enterarnos, si es que alguna vez. Lo más extraño, sin embargo, es que una canción que canta al «día en que murió la música» a través del tiempo se haya convertido en una de las piezas fundamentales de ese rompecabezas que es la vida, siempre incompleto pero con algunas áreas ya resueltas como la que, casi cada día, nos demuestra que si hay algo eterno… necesariamente ha de tener música.
Stranger Things, cuarta temporada
(En voz alta). Pues ya está. En o cinco o seis sesiones de larga madrugada acalorada me he “papeado” la cuarta temporada de Stranger Things, con sus nueve episodios de duración creciente hasta el muy inflado capítulo final. ¿Que qué hace un casi setentón, al que se le suponen algunos otros más “altos” y “serios” intereses, perdiendo de ese modo el tiempo? La misma pregunta me hacía cada vez que volvía al tarro de la miel. Y aunque en más de una ocasión —hay momentos aburridos y hasta del todo disparatados en esta, por otro lado, inteligente y espectacular vuelta de tuerca a la inefable fórmula de pandillas+misterio+últmas preguntas+ nostalgia+exuberancia tecnológica—, me decía a mí mismo que ahí lo dejaba, lo cierto es que la experiencia ha sido estimulante. A veces (pocas) con la ayuda de la tecla >> del mando a distancia. Había visto fragmentos picoteados de la primera temporada, y algún episodio o secuencia de las otras tres. Pero se me disparó la curiosidad cuando alguno —y, sobre todo, alguna— de las más espabiladas alumnas de Sagrario se la recomendaron vivamente, de modo que me pareció un buen modo de sintonizar con ese mundo cada vez más hermético y —al menos para mí— del todo incomprensible que es el de los nacidos ya bien entrado el siglo XXI (que se dice pronto). No digo que la revelación haya sido de las de caerse del caballo (eso, en parte, pudo ocurrirme con Euphoria, una de las narraciones más oscuras que recuerdo haber visto/leído), pero sí me ha resultado útil, creo, para sacar algunas conclusiones, aparte de unas horas de placer sensual de espectador, una razón que, tal como está el patio, por sí sola juzgo suficiente.
RELATOS CRUZADOS
George Morland: Two Pigs in Straw (Barn with Pigs), s. f. Nottingham City Museums and Galleries (Nottingham Castle). |
El veraneante acalorado, sosias de sí mismo, había pensado escribir un relato que llevaba por título: «España, un país de guarros», aserto que no sabía bien con qué imágenes elocuentes ilustrar de tantas como se le ocurrían. Pero hete aquí que (o heteaquíque), como entre las virtualidades del algoritmo y el ritmo de las partículas subatómicas de no localización es evidente que todo está conectado y hasta en relación muy íntima, fue pronunciar, tal vez pensar sólo, la palabra “guarro” cuando en la pantalla de su celular se iluminó la alarma de su email diciéndole que tenía un nuevo mensaje de Maximiliano Jabugo, su ocasional proveedor de algunas delicias que ya el nombre sugiere. Esta casa de alta gastronomía ibérica, paradójicamente basada sobre todo en las partes bajas de buenos ejemplares de la especie Sus escrofa domestica, se caracteriza por sus originales campañas de publicidad, muy cuidadas tanto en el fondo como en la forma. Al veraneante no le duelen prendas en reconocer que más de una vez he empleado algunas de sus sugerencias para resolver algún compromiso. Pero jura que esta es la primera vez —no sabe si será la última— en que no ha podido resistirse a dar completa la última misiva llegada a su correo electrónico y que, advierte, ofrece sin omitir siquiera ni los títulos de crédito. Disculpen, hipotéticos lectores, queridas lectrices, la pausa publicitaria. O mejor disfruten de ella: al fin y al cabo hubo un tiempo en la televisión —cuando aún existía la televisión— en que la parte más vistosa y creativa era la de los anuncios. Y dice el veraneante que la misiva reza literalmente así: