jueves, 21 de mayo de 2020

En son de Paz (5)

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Paz joven y con aire bohemio, incluso de «poeta maldito».
Foto de Carla Zarebska.
(En son de Paz, 17). »» Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia. No un abandono, sino una mayor exigencia consigo mismo, se le pide al poeta. Queremos una forma superior de la sinceridad: la autenticidad. En el siglo pasado [el XIX] un grupo de poetas, que representan la parte hermética del romanticismo —Novalis, Nerval, Baudelaire, Lautréamont— nos muestra el camino. Todos ellos son los desterrados de la poesía, los que padecen la nostalgia de un estado perdido en el que el hombre es uno con el mundo y con sus creaciones. Y a veces de esa nostalgia surge el presentimiento de un estado futuro, de una edad inocente. Poetas originales no tanto —como dice Chesterton— por su novedad sino porque descienden a los orígenes. Ellos no buscaron la novedad, esa sirena que se disfraza de originalidad; en la autenticidad rigurosa encontraron verdadera originalidad. En su empresa no renunciaron a tener conciencia de su delirio, osadía que les ha traído un castigo que no vacilo en llamar envidioso: en todos ellos se ha cebado la desdicha, ya en la locura, ya en la muerte temprana o en la fuga de la civilización. Son los poetas malditos, sí, pero son algo más también: son los seres vivientes y místicos de nuestro tiempo, porque encarnan —en sus vidas misteriosas y sórdidas y en su obra precisa e insondable— toda la claridad de la conciencia y toda la desesperación del apetito. La seducción que sobre nosotros ejercen estos maestros, nuestros únicos maestros posibles, se debe a la veracidad con que encarnaron ese propósito que intenta unir dos tendencias paralelas del espíritu humano: la conciencia y la inocencia, la experiencia y la expresión, el acto y la palabra que lo revela. O para decirlo con las palabras de uno de ellos: el matrimonio del Cielo y del Infierno», escribió Octavio Paz al final del artículo «Poesía de soledad y poesía de comunión», fechado en México en 1944 y recogido en la segunda parte de Las peras del olmo, volumen recopilatorio de breves textos sobre temas literarios y artísticos editado por primera vez en 1957. Por una nota incorporada al propio texto, sabemos que el artículo fue escrito para un ciclo de conferencias organizadas con ocasión del cuarto centenario del nacimiento de san Juan de la Cruz. Tirando del hilo de este detalle, tal vez cabría preguntarse qué lugar concedería el poeta mexicano al gran místico abulense en ese concierto de “voces de la autenticidad”. Quede la incógnita pendiente para otro día. Aunque se admiten sugerencias.


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(En son de Paz, 18). »» A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos no sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante», escribió Octavio Paz en el inicio de El laberinto de la soledad, el enjundioso ensayo sobre la identidad mexicana que fue su primera obra importante (su primera edición está fechada en 1950). A menudo se habla sobre la importancia de los “arranques” de las obras literarias, esa primera frase cuya especial rotundidad o capacidad de sugerencia actúa a modo de señuelo o aldaba que, casi sin darnos cuenta, nos introduce en el umbral de lo maravilloso. No menor ni otro valor tiene a mi juicio este párrafo de Paz que, además de abordar de forma muy original un tema de pesquisa y reflexión antropológicas, posee una significación autónoma y útil como intuición acerca de la condición humana. Una vez más, la tensión de la escritura pone de relieve la mano inspirada de un gran creador.

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Octavio Paz, probablemente en el mismo año
que le concedieron el premio Nobel (1990).

(En son de Paz, 19). »» En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está fuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo del siglo, sonríe y, de pronto, echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato para destacar el pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: solo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el “otro tiempo”, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia», escribió Octavio Paz en su discurso de recepción del Nobel, en diciembre de 1990. Casi treinta años después, y cuando algunas urgencias tal vez han alterado muchas de nuestras percepciones, ese estado de permanente fugacidad, de tiempo que se nos escurre entre los dedos como un puñado de arena —o tal vez ya más bien como una sustancia algodonosa que apenas excita el tacto—, esas palabras, tan intuitivas, son más pertinentes que nunca. Y más acuciante aún resulta la necesidad de reconocer el peso del instante como la manifestación más poderosa de la ley de la gravedad sobre nuestra conciencia: una presencia, continua y consciente, convertida en la mejor, tal vez la única, tabla de salvación frente a la creciente marea evanescente que nos arrastra con todas sus secuelas virtuales. Y aún más: la modernidad hoy tal vez estribe en asumir nuestra condición de seres póstumos de una historia finalmente equivocada y, desde la radical comprensión de los errores fatales cometidos, impulsar la búsqueda de una nueva oportunidad para que “otro tiempo verdadero” pudiera abrirse paso en la aventura humana sobre la Tierra.

Luar

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Ilustración: ©️ Javier Serrano, 2020.
De todos los paseos de mi vida —que, como podéis suponer, a estas alturas de la obra ya han sido muchos—, ninguno se puede comparar al de aquella noche de un remoto verano de mi adolescencia aún no clausurada, cuando volvía de una romería campestre, bajo la luz de la luna, por senderos boscosos y en compañía no humana...Y no puedo contar más. De lo contrario, faltaría a mi promesa y se quebraría el hechizo con que desde entonces viven en mi memoria —y en mi cuerpo— esas horas inmortales.
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miércoles, 20 de mayo de 2020

El turno

La imagen puede contener: personas de pie
Alexei Sundukov: La cola, 1986. Museo Estatal Ruso, San Petersburgo.
—Buenas tardes.
—Buenas.
—¿Es usted el último?
—Según cómo se mire.
—En la cola.
—Claro, estoy en la cola.
—¿Y para qué es?
—¿Para que es qué? ¿la cola?
—No, que para qué quiere usted ser el último.
—Bueno, acabo de llegar.
—Ah, entonces, no sabrá...
—¿Qué insinúa?
—Nada, sólo si sabe si tardará mucho...
—Eso depende.
—Varía, claro.
—Sí, varía. Pero también depende.
—¡Vaya! El caso es que...
—No, no voy a ir a ningún sitio.
—Ya, ya, sólo quería decirle que...
—Diga, diga.
—... no sé si pedirle a usted...
—¡Eh!
—... la vez. El turno, ea
—Ah, bien. Si es eso sólo, hecho.
—Después de usted, entonces.
—Se verá.
—¿Y eso?
—Nadie puede estar seguro.
—Bueno, eso es cierto. Son tiempos raros.
—Fíjese, cuanto llegué no había nadie.
—¿Nadie? Y eso.
—No es fácil hacerse cargo.
—Y que lo diga.
—Uno llega, vive su vida, va pasando el tiempo...
—Es como dice.
—Y cuando se quiere dar cuenta...
—Sí...
—... faltan más de la mitad de los que iban delante.
—E incluso al lado.
—Si, esos también.
—Esos y esas, no se olvide.
—Y es entonces cuando se vuelve uno...
—Una miradita hacia lo que viene por detrás.
—¡Eso mismo! Se mira y...
—No me diga más: se vuelve a caer en la cuenta de que...
—... alguien se pondrá detrás...
—... y nos pedirá el turno...
—... y se lo daremos...
—... y así sucesivamente.
—Bueno, parece que le toca.
—No si yo ya me iba.
—Ah, creía que...
—No, nada. Es su turno.
—Bueno, gracias,
—Adiós, buenas tardes
—Adiós, buenas noches.
El autobús llegaba ya. Y, como siempre durante estos días, casi vacío.

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martes, 19 de mayo de 2020

Ex machina

La imagen puede contener: una o varias personas, mesa e interior
Foto de François Hardy, de una serie realizada por Jean-Marie Périer en 1964.
«Hace ya ha tiempo que cayó en desuso, sustituida por todo tipo de teclados y pantallas. Pero en la vieja máquina de escribir aún hay una belleza imbatible de artefacto artesano, incluso de animal de una especie al borde de la extinción, o ya, y en más de un sentido, ex/tinta. Lo cierto es que su memoria y sus rasgos siguen vivos en infinitos testimonios de época». Había comenzado a escribir de este modo su elegía por una vieja amiga, cuando el autor sintió que, muy por encima de todo esos recuerdos, tata-ta-tata-tata, lo que en verdad echaba de menos era la percusión del teclado pulsado a buen ritmo, tata-tata-ta ta, aquel crotoreo casi sinfónico animado por el alegre campanillazo del final de línea, tata-tata-ta ta-ring!, y el deslizante zumbido del cambio de renglón, swift, swiffffft, sin olvidar el giro saltimbanqui de la increíble tecla de retroceso... En fin, añoraba una melodía tantas veces emulada y ponderada en los últimos años que, según le ha confesado alguna vez el portátil con que suele escribir sus relatos, y es literal, «me pone más que a un niño de tu época la música de los caballitos». El autor cada vez tiene más claro que, en el fondo de su corazón de litio y sus bocanadas de wifi, su también ya viejo ordenador es todo un romántico. Y de un modo acaso inexplicable pero evidente, se sabe heredero de una antigua y sonora leyenda.
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lunes, 18 de mayo de 2020

Adagia andante (9)


La memoria es más que nada la historia de lo que lucha a muerte con la muerte. Una batalla sin final.
El poema es la suma de sus atributos.

Es poeta aquel que sigue la norma elástica y vital de la poesía. Nadie se arrogue en vano esa condición.
Invocar a los dioses es humano. Todos somos criaturas de niebla y resplandor.
En la muerte se cifra el gran misterio. Podemos pronunciarla y no nos borra. Aunque todo se acabe. Sabemos desde el principio lo que es: “un pájaro”.
La poesía es siempre un acto de ilusión frente a la muerte. Un ejercicio inaplazable de concentración. Ese rumor de fondo.
Ser joven o ser viejo... qué más da. Ser viejo es haber sido joven, ¿da lo mismo?
Y, además, están los que nos precedieron. También fueron ancianos mucho antes. Aunque no todos. La línea de la vida es implacable.
El mundo es implacable. Pese a todo, pese a todos, cada mañana está ahí. Y recién hecho.
Lo miramos con el ojo de la lengua. Con el gran ojo triangular de Dios entre las nubes. Y en el aire atronando la pregunta: ¿qué has hecho de tu hermano?
¿Es un verso perdido el paraíso?
Este lugar en el que estamos sin nunca llegar a tiempo. El tiempo que vivimos sin nunca saber dónde. En el espaciotiempo: esa cruz.
El poema, en efecto, es a menudo la cola extendida de un pavo real.
No tenemos más remedio que soportar tanta belleza. Y confiar, como el ángel de Rilke, que su indiferencia no llegue a destruirnos.
La realidad lo ocupa todo. Y luego lo vacía.
En ese doble movimiento se esconde el zigurat de nuestra culpa: no ser capaces de distinguir los pulsos de la luz, pensar como si fuéramos reales, domadores de vértigos, secuelas de un cometa incendiado en medio del vacío, rostros incandescentes de la luz y algunas otras vibraciones táctiles.
Las palabras están llenas de cosas.
A menudo nos hablan por sí mismas: resuenan en la sala vacía de nuestra mente y llenan de inquietud los corazones.
Hablar es un modo de salir de uno mismo. Un acto puro de existencia.
El poema es siempre un laberinto. Solo podemos salir de él por donde entramos. Sin olvidar, en ese recorrido, el teatrillo de la imaginación.
Un poema es un arado en tierra fértil. Su esqueleto son los huesos de la tierra.
El poema es la piel de la memoria. Que con frecuencia está llena de tatuajes: la búsqueda
—a menudo inhumana—
de la felicidad.

El invisible (v-w)

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José Manuel Broto: Arabescos: las puertas del serrallo, obra de la exposición
Algunos colores, actualmente en la Real Casa de la Moneda,
Madrid (cerrada temporalmente). Foto: AJR,
2020.
Cuando ya no quedaba nadie, al invisible se le pasó por la cabeza la idea de abandonar su estado, prescindir del prefijo, quitarse la mascarilla de los últimos días y desdoblarse. Pero entonces le paralizó una duda hasta entonces inédita: ¿para qué?
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Días de casa en Palacio

La imagen puede contener: bicicleta, cancha de baloncesto y exterior
"Días de casa en Palacio": ©️AAM, 2020.
Parecía imposible, pero nuestras horas volvían a transcurrir en las viñetas de un tebeo.
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(Para  amigo Alfredo Ahijado, que lo ha puesto casi todo)