Picasso: La Enana, 1932. Museo Picasso, Barcelona |
Fue el jueves lardero —bien lo recuerda— cuando la Socorrito, a la que conocía de vista del descampado, le tiró los tejos. Y él, que es más ingenuo que una bombilla, entró de lleno al trapo, y no sólo se enroló en el circo y empezó a currar duro limpiando la jaula de los elefantes, también se ocupaba de despachar las entradas y, en los días de lluvia, que estaban siendo casi como en bleidrraner, tenía que vaciar los cangilones del gran chapitel, que se ponían de agua hasta los topes a cada poco. Total, que el hombre, con esa ruina en que el amor lo ha ido metiendo, anda muy torpón, macilento y más chupao que una sardina. Esto, me parece, no tiene pinta de que vaya a acabar bien. Y es que la Socorrito, aunque ni poniéndose de puntillas alcanza el metro, no sé qué tiene que se los lleva de calle. Serán los polvos esos que dicen que usa. Eso será. Pero a este paso y con este julepe, el gachó no llega ni al domingo de Ramos. Eso fijo. Si lo sabré yo.
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