George Charles Beresford: retrato de Virginia Woolf en 1902, a los 20 años.
También yo soñé que la soledad se había fosilizado en torno mío y que no me dejaba escapar de aquel acantilado, al alcance de la cada vez más agitada marea y sus caminos de espuma intransitables.
(Al hilo de los días). Decíamos ayer que Mientras dure la guerra, la última película de Alejandro Amenábar, es una obra hermosa, convincente y oportuna. Como es sabido, recrea el inicio del golpe militar que dio paso a la Guerra Civil y presta especial atención a lo ocurrido en Salamanca, y de forma expresa al comportamiento que en esos días tuvo Miguel de Unamuno, a la sazón rector de la Universidad, destituido por el gobierno de la República, tras pronunciarse a favor de los golpistas, y de inmediato enfrentado a la barbarie de estos y, en especial, al general José Millán-Astray, con el que tuvo un famoso y a menudo mal contado incidente en el Paraninfo de la Universidad.
La película no va a zanjar las polémicas al respecto —incluso las reavivará: ya se está viendo—, pero está llamada a convertirse en un referente muy valioso para comprender no sólo lo que se dirimió en ese acto en concreto, sino también los aspectos principales del sustrato emocional y el enrarecido clima ideológico que hicieron posible que el conflicto, desencadenado por una sublevación militar escudada en una creciente atmósfera de barbarie, haya marcado toda nuestra historia reciente, hasta hoy mismo.
Mientras dure la guerra, que toma intencionadamente su título de la frase suprimida en el texto de consagración de Franco como generalísimo y jefe del Gobierno del Estado, no es una crónica histórica, va bastante más allá. Y eso es lo que la convierte en una obra artística de indiscutible valor, independientemente de su fidelidad en la reconstrucción de los hechos. Todo en ella resulta creíble, consecuente: el relato, la recreación de los ambientes, la concatenación de episodios, el ensamblaje de momentos y, de forma muy principal, el genial trabajo de los actores, que componen unos personajes de cuerpo entero, brillantes en su condición de retratos del natural, y del todo convincentes como intérpretes de una ficción que se apodera del espectador con un gran poder hipnótico.
Muy en primer plano, rozando lo sublime, está la incorporación que Kerra Elejalde hace de Unamuno, tirando —creo yo— del resorte de una completa captación de los jugos interiores vascos del personaje y poniéndolos al servicio de los más refinados tópicos, papiroflexia incluida, en el retrato del gran escritor.
Y excelente asimismo, en su papel de contrahéroe, es la composición que Eduard Fernández ofrece de Millán-Astray, al acentuar con tino cierto aire cavernario y esperpéntico en el retrato del general mermado, con lo que da lugar a algunas de las más memorables escenas de la película: la arenga en marcha a las tropas, el cambio de banderas al ritmo “lalaico” del viejo himno, su elocuente e histriónica explicación de la baraka como principal argumento del carisma de Franco...
Y es muy notable —y original, por la forma en que esquiva la dificultad de sucumbir bajo el peso de tantas parodias— el Franco que pone en pie Santi Prego, a la altura de trabajos memorables anteriores —Juan Diego y Echanove, entre otros, aunque Amenábar parezca ignorarlo— y lleno de matices que, a veces, incluso sugieren extrañas asociaciones. ¿No hay una cierta pose y gestualidad del propio Amenábar en ciertos primeros planos del actor? Figuraciones.
En el trasfondo narrativo de la película se impone, me parece, una idea central, de enorme calado: Franco cae en la cuenta de cuál es el sentido que debe darse a los acontecimientos cuando lee en un artículo de Unamuno una alusión a los valores cristianos de Occidente y, de súbito, tiene la revelación de convertir la guerra en una cruzada. Y en un proceso que debe durar. Ese aspecto esencial de nuestra guerra incivil fue, probablemente, junto con el decisivo apoyo nazi, la razón fundamental del éxito del bando sublevado —la coartada espiritual— y, también, el origen de su efecto pernicioso más duradero, tanto que llega a nuestros días y aún colea de forma evidente en asuntos tan vidriosos y aplazados como el de la exhumación de los restos del general.
Hay más tela que cortar en una película que, si tiene algún defecto, es el de su duración: el espectador sale con la miel del buen vino en los labios y no le hubiera importado seguir viviendo por un largo rato más en una realidad tan eficazmente ensoñada. No se dejen disuadir por los cenizos ni por los ceñudos. Vayan al cine a verla. Y a ser posible en una gran pantalla. Ah, y nos vemos en los Goya.
Remedios Varo: Tránsito en espiral, 1962. Col. Privada.
Cuando consiguió salir del laberinto del sueño se había olvidado de respirar. Tuvo que volver a las profundidades, como Orfeo, en busca de oxígeno. Y de unas alas nuevas.
Recreación figurada de una escena de El resplandor (The Shining) (1980), de Stanley Kubrick.
Al regresar del sueño, todavía estaba allí. «Menos mal», pensó. Miró de reojo hacia el espejo y respiró tranquilo. No, no era Torrance. Ni Torra. Y siguió tecleando.
Cartel de Iván Zulueta para Entre Tinieblas (1983), de Pedro Almodóvar.
Ayer volvió a mi sueño el vendedor de humo. Y lo ha dejado todo perdido de acidalias con un pegajoso y rancio olor a tigre. Puta peste. Tendré que conjurarlo. No va a ser fácil.