(Lecturas, relecturas y leyendas). Aproveché ciertas horas neutrales (por así decir) de este pasado agosto en el Mar Menor para volver al Alfanhuí de Ferlosio, esa joya inclasificable, una novela mágica, iniciática y picaresca, escrita en el estado de gracia que hace posible que cada palabra esté en su sitio sin estridencia alguna. Y una auténtica rara avis en la descomunal y desigual obra ferlosiana, aunque tal vez contenga, como ninguna otra, un a modo de compendio y exhibición de la principal clave de su escritura: el vuelo poético, la creencia en la capacidad de la lengua para crear realidad. Leí la preciosa edición de Random House (2016), de pequeño formato, con muy atinadas ilustraciones del artista Asen Stareishinski (1936-1991) procedentes de la edición de la obra en búlgaro de 1969. Esta edición incluye una nueva (creo) dedicatoria [«A mi nieta Laura, de todo corazón»] y está cuidada al detalle. Así que fue un placer sumergirse en sus páginas para volver a comprobar que es posible alcanzar la perfección en el arte de escribir. A veces de forma tan en apariencia sencilla y redonda como en este texto, que bien podría tomarse como un ejemplo del cuento perfecto, donde no sobra ni falta nada: sólo un lector-mediador que se deje ganar por su belleza. (Para su circulación como texto autónomo me atrevería a sugerir un título: «El surco»).
Dice así:
«También contó la patrona la historia de su padre. Eran de Cuenca. Allí había conocido ella a su marido. Su padre era labrador y tenía algunas tierras. Una tarde se durmió arando con los bueyes. Y como no volvía el arado, los bueyes siguieron y se salieron del campo. El hombre seguía andando con sus manos en la mancera. Iban hacia poniente. Tampoco a la noche se detuvieron. Pasaron vados y montañas sin que el hombre despertara. Hicieron todo el camino del Tajo y llegaron a Portugal. El hombre no despertaba. Algunos vieron pasar a este hombre que araba con sus bueyes un surco solo, largo, recto, a lo largo de las montañas, al través de los ríos. Nadie se atrevió a despertarle.
Una mañana llegó al mar. Atravesó la playa; los bueyes entraron en la mar. Rompían las olas en sus pechos. El hombre sintió el agua por el vientre y despertó. Detuvo a los bueyes y dejó de arar. En un pueblo cercano preguntó dónde estaba y vendió sus bueyes y el arado. Luego cogió los dineros y por el mismo surco que había hecho volvió a su tierra. Aquel mismo día hizo testamento y murió rodeado de todos los suyos».
(RSF: Industrias y andanzas de Alfanhuí, Madrid, Random House, 2016).