miércoles, 28 de agosto de 2019

Umbral, doce años


(Al hilo de los días). Hoy ya son 12 los años que han pasado de la muerte de Umbral. Y en este par he leído o releído alguna de sus obras, singularmente la del Café Gijón, que me salió literalmente al paso en un paseo por la Cuesta de Moyano y me atrapó de un tirón, al darme cuenta de qué cercanos me resultan los paisajes urbanos que allí describe, y qué grandes similitudes, salvando todas las circunstancias (que, por fortuna, son muchas), se dan entre lo que él escribe y lo vivido y recordado. Incluyendo semblanzas, tomadas del natural, tan abundantes. Pero esa es, me digo, la señal que siempre he buscado en la literatura para definir su grandeza: que, hable de lo que hable, me haga sentir que es de mí (bueno, seré más exacto: de la ficción de mi “yo”) de quien habla. De modo que ahora no sé si la obra de Umbral me gusta por su objetiva grandeza o sólo por la cercanía, también objetiva, de ese “cruce de las calles y el tiempo” (Torrente dixit) que nos ha tocado vivir. Creo que lo voy a seguir leyendo. No sé hasta cuándo.

En torno a Mojácar

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Playa Macenas. Foto: Sala2500.
(Arenas, piedras y pirámides en torno a Mojácar)
Del primer viaje por las costas de Almería como padre recuerdo especialmente la estancia en el «Pueblo Indalo», a orillas de Mojácar, uno de esos complejos hoteleros familiares concebidos a modo de pequeña población autosuficiente, combinando con cierto buen gusto comodidad y sencillez, aunque siempre bajo la amenaza de la estabulación y la ola expansiva de vulgaridad que suele traer consigo el turismo de masas. Pero entonces, primeros años noventa, aunque ya se había iniciado el desastre urbano del litoral, la situación aún resultaba soportable y era un verdadero placer ir, de Mojácar a Garrucha y, sobre todo, hacia Carboneras, en busca de las playicas y calas diseminadas por los alrededores, a lo largo de un paisaje semidesértico sembrado de breves oasis, blancos casetones en medio de la nada con chumberas, alquerías audazmente empinadas sobre promontorios de vistas inefables, y entre caminos que se adentraban hacia el mar al pie de ramblas bien marcadas, algunas de las cuales no tardarían en ser traicionadas y también, ay, en vengarse. Marina de la Torre, El Cantal, Cueva del Lobo, La Rumina, El Sombrerico, Sopalmo... son algunos de los nombres que aún resuenan en mis oídos, sin olvidar el del después tan polémico El Algarrobico, santo y seña de los intereses duramente enfrentados en una lucha tan desigual como absurda: el polvo (literal) de los lodos actuales. En fin. No puedo dejar sin mencionar la singular Playa Macenas, con su castillo vigilante y su relieve megalítico sobre la arena gris, con zonas bien empedradas y unas aguas suaves tan transparentes en mi memoria (seguramente exagero), que se me saltan las lágrimas al acordarme. Y todo bien atado y resumido en un nombre de resonancias clásicas, Ma-ce-nas, que no sé bien por qué, tal vez por contrapunto, siempre asocié con el singular Valle de las Pirámides que se divisa desde el alto balcón de Mójacar, hacia tierra adentro, uno de los muchos atractivos de ese dédalo encumbrado que es la supuesta patria chica —pura leyenda urbana— de Walt Disney. Desde aquellos días —tal vez ya a raíz de algún viaje anterior: puede que en ruta hacia las Alpujarras— me acompaña como uno de mis símbolos preferidos la singular figura del Indalo, el hombre que sostiene el arcoíris, o la cúpula celeste, y en el que algunos estudiosos han visto un precedente del hombre de Vitruvio de Davinci, sobre el que probablemente volveré otro día y en otra playa.
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martes, 27 de agosto de 2019

Parecidos razonables

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La imagen puede contener: una o varias personas, personas de pie, personas caminando, calzado, de traje, barba y exterior

¿Secuencias? ¿parecidos razonables?... El peso de la imagen, más que nada.

Giro dentado

El Hombre de Vitruvio.
(Al hilo de los días). Leo en un artículo de un periódico atrasado la expresión “giro dentado” y buscando por la red me encuentro un montón de informaciones acerca de esta estructura esperanzadora de nuestros cerebros (podría ser la causante de que la producción de neuronas dure toda la vida) y en una de ellas subrayo este párrafo: «El giro dentado tiene como particularidad el estar principalmente formado por células granulosas, las cuales en sus terminaciones axónicas terminan transformándose en fibras musgosas que hacen sinapsis exclusivamente con el campo de Amón del hipocampo». Fascinante, ¿no? «El campo de Amón del hipocampo», además, es un dado en toda regla que un día de estos debería echar a rodar. Seguro que engendra un exágono inscrito en un círculo, tal vez con cierto parecido a un Indalo (o un homo davincíneo) girando en una estrella de David. Oh, grandeza del lenguaje y de los símbolos que nos lleva a admirar la secuencia precisa de palabras y la imagen resultante capaces de describir las estructuras que hacen posible tal belleza.

Lokrum, a vista de Dubrovnik

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La isla de Lokrum, desde Dubrovnik. Foto ©️SPM, 2011.
De aquel viaje por Croacia y Bosnia además de los días (tres o cuatro) pasados en Dubrovnik, o más bien dentro de ellos —en un rincón de horas al margen—, recuerdo la excursión a la mínima isla de Lokrum, una especie de jardín botánico surgido en torno a un monasterio benedictino, una mansión imperial y una vieja fortaleza en ruinas. Era un lugar ideal para caminar por apacibles y a veces exigentes senderos, entre pinos, laureles y cipreses, también entre cactus y palmeras. Un planeta en miniatura en el que, como un fogonazo de la memoria, veo que nos encontramos de pronto frente a un pavo real en todo su esplendor, pero igualmente altivo y desdeñoso: creo que ni siquiera se dignó a echarnos una ojeada, y eso que, como después supimos, tal vez fuera descendiente de un ejemplar traído de las Canarias algunos siglos antes. Es sabido que las órdenes religiosas, en su afán, más que evangelizador, comunal y expansivo, en alas de un impulso de gran fraternidad, fueron las primeras “empresas multinacionales” y, en cierto modo, los primeros agentes de la globalización. Pero aquí estamos, ocurrencias al margen, yendo de camino a la playa, y es ahora un senda difícil, más que abrupta insidiosa por los guijarros puntiagudos, la que hemos de descender, entre algún tropiezo y varios exabruptos, hasta alcanzar un breve remanso donde un Adriático intensamente azul, cargado de historia y aún con el estertor de algún bombardeo reciente, nos acoge sin grandes novedades. Años después, cuando miro el dibujo de la isla, en la foto probablemente sacada desde la muralla de Dubrovnik (agosto de 2011), todavía perdura el rastro no descifrado de un día como tantos y siempre único, en esta rara suma de luces, sales, aguas y sueños que es la vida.
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lunes, 26 de agosto de 2019

Un rastro de cenizas


Cómo saberlo. El pulso que en la mano
despiertan las palabras que se forman
en un lugar vacío de la mente
—tal vez en las estancias inferiores
de la conciencia— traza en el paisaje
de la página en blanco un laberinto
del que no puede verse la salida
y la entrada tampoco. Variaciones
de un pálpito y un sueño, una maraña
de síntomas y lenguas imposibles.
El hilo de la trama es una sombra,
se desliza por las habitaciones,
pone en mis ojos la moneda egipcia
y un sol ajeno azul indescifrable.
Sólo queda el poema, sus palabras
—un rastro de cenizas aún calientes—
son la prueba y la carga del testigo.

La playa de doña Ana (a modo de canción)

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Dunas y playa en el acantilado de El Asperillo, en el entorno de Doñana.
Foto:
©️Paco Puentes/El País.
En la playas de doña Ana vimos las huellas de El Lince entre los pinos rastreros. Y era un bandido muy triste. Luego, con dados de Niebla, nos llegamos a Moguer: tejas de vidrio brillantes bajo el gran sol de las tres. En la casa del poeta bebimos muy fresca el agua y no encontramos el árbol donde el burrillo descansa. Bueyes al amanecer tiraban del mar y el vuelo de las garzas fue el presagio de los días venideros. «Aquí estuvo el paraíso», decía un cartel. Y la playa era salvaje, infinita, en la heredad de doña Ana.
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