martes, 27 de agosto de 2019

Lokrum, a vista de Dubrovnik

La imagen puede contener: cielo, montaña, exterior, naturaleza y agua
La isla de Lokrum, desde Dubrovnik. Foto ©️SPM, 2011.
De aquel viaje por Croacia y Bosnia además de los días (tres o cuatro) pasados en Dubrovnik, o más bien dentro de ellos —en un rincón de horas al margen—, recuerdo la excursión a la mínima isla de Lokrum, una especie de jardín botánico surgido en torno a un monasterio benedictino, una mansión imperial y una vieja fortaleza en ruinas. Era un lugar ideal para caminar por apacibles y a veces exigentes senderos, entre pinos, laureles y cipreses, también entre cactus y palmeras. Un planeta en miniatura en el que, como un fogonazo de la memoria, veo que nos encontramos de pronto frente a un pavo real en todo su esplendor, pero igualmente altivo y desdeñoso: creo que ni siquiera se dignó a echarnos una ojeada, y eso que, como después supimos, tal vez fuera descendiente de un ejemplar traído de las Canarias algunos siglos antes. Es sabido que las órdenes religiosas, en su afán, más que evangelizador, comunal y expansivo, en alas de un impulso de gran fraternidad, fueron las primeras “empresas multinacionales” y, en cierto modo, los primeros agentes de la globalización. Pero aquí estamos, ocurrencias al margen, yendo de camino a la playa, y es ahora un senda difícil, más que abrupta insidiosa por los guijarros puntiagudos, la que hemos de descender, entre algún tropiezo y varios exabruptos, hasta alcanzar un breve remanso donde un Adriático intensamente azul, cargado de historia y aún con el estertor de algún bombardeo reciente, nos acoge sin grandes novedades. Años después, cuando miro el dibujo de la isla, en la foto probablemente sacada desde la muralla de Dubrovnik (agosto de 2011), todavía perdura el rastro no descifrado de un día como tantos y siempre único, en esta rara suma de luces, sales, aguas y sueños que es la vida.
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lunes, 26 de agosto de 2019

Un rastro de cenizas


Cómo saberlo. El pulso que en la mano
despiertan las palabras que se forman
en un lugar vacío de la mente
—tal vez en las estancias inferiores
de la conciencia— traza en el paisaje
de la página en blanco un laberinto
del que no puede verse la salida
y la entrada tampoco. Variaciones
de un pálpito y un sueño, una maraña
de síntomas y lenguas imposibles.
El hilo de la trama es una sombra,
se desliza por las habitaciones,
pone en mis ojos la moneda egipcia
y un sol ajeno azul indescifrable.
Sólo queda el poema, sus palabras
—un rastro de cenizas aún calientes—
son la prueba y la carga del testigo.

La playa de doña Ana (a modo de canción)

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Dunas y playa en el acantilado de El Asperillo, en el entorno de Doñana.
Foto:
©️Paco Puentes/El País.
En la playas de doña Ana vimos las huellas de El Lince entre los pinos rastreros. Y era un bandido muy triste. Luego, con dados de Niebla, nos llegamos a Moguer: tejas de vidrio brillantes bajo el gran sol de las tres. En la casa del poeta bebimos muy fresca el agua y no encontramos el árbol donde el burrillo descansa. Bueyes al amanecer tiraban del mar y el vuelo de las garzas fue el presagio de los días venideros. «Aquí estuvo el paraíso», decía un cartel. Y la playa era salvaje, infinita, en la heredad de doña Ana.
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domingo, 25 de agosto de 2019

Conexiones

Máscara griega

(Al hilo de los días). Con interés y sorpresa he leído este artículo de Javier Cercas en EPS porque, además de su propio interés, tiene la azarosa virtud de conectar los temas principales de dos obras de teatro (sendos monólogos) que hemos podido ver, viernes y sábado, dentro del Festival Internacional de Teatro, Música y Danza de San Javier, que en este 2019 ha llegado a su 50ª edición, nada menos. Me refiero al Esquilo de Rafael Álvarez «El Brujo», un nuevo recital de frescura e inteligencia del gran actor cordobés, un artista único en su género, e Intensamente azules, la original pieza del siempre inspirado Juan Mayorga que César Sarachu interpreta con un gran dominio de ciertas técnicas de mimo (o caricato tragicómico) muy personales y una forma convincente de decir un texto que se caracteriza por su fino hilar entre el absurdo, el surrealismo, el vuelo poético y una impecable lógica narrativa. Cada espectáculo merece comentario aparte, pero lo curioso es que el artículo de Cercas, con su contraposición entre las filosofías de Nietszche y Schopenhauer, reúne y sintetiza lo más relevante que en ambas obras se dilucida como «temas de fondo»: el discurrir de la vida humana entre dos grandes vértices y vórtices: el del deseo siempre insatisfecho y el de la racionalidad que apuesta por la mesura. La vieja contradicción entre lo apolíneo y lo dionisíaco, y la duda y reto permanente de saber si es posible, de algún modo o ‘maniera’, una síntesis vital entre ambos.
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El Papagayo de Lancelot

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Una de las calas de la Punta del Papagayo, en la isla de Lanzarote. Foto: LocalSeo.
A Punta Papagayo, en el extremo de playa Blanca, municipio de Yaiza, en el entorno de la montaña de escorias aún calientes del Timanfaya y cerca de los coloristas y deslumbrantes lienzos de la salinas de Janubio, la tengo asociada a una foto divertida en la que se ve sentado a Gonzalo —¿o se llamaba Julián, tal vez Jaime...?: era el chico de la pareja madrileña con la que coincidimos en una comida durante aquel primer viaje a Lanzarote y con la que compartimos el resto de la estancia en la isla; ella, seguro, de nombre Blanca—; él, como digo, está sentado cerca del agua esculpiendo con la arena húmeda alrededor de su regazo un enorme falo levemente puntiagudo y hacia el que mira con cara de pícaro, mientras yo le comento —y esto lo recuerdo porque lo tengo escrito al dorso de la foto— que ya estaba subiendo la marea y aquel rincón de la cala no tardaría en quedar aislado, rodeado completamente por el mar.
—Me pillas en pleno pensamiento circunstancial, orteguiano por más señas —me respondió, antes de levantarse y desbaratar con ello su escultura.
No deja de ser curioso que de uno de los lugares más diferentes que he visitado en mi vida se me imponga como primer recuerdo espontáneo esta escena que, a medida que la voy describiendo, ha logrado que se me dibuje una gran sonrisa acompañada de una franca añoranza, nada pegajosa, no sé si por los días alegres del pasado, que sé que no van a volver, o más bien por el pasado de los días turbios del presente, cuya naturaleza me parece a veces tan otra que incluso encuentro difícil verle la continuidad. Será, me digo, el efecto Papagayo. En diferido, pero incontenible.

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sábado, 24 de agosto de 2019

Borges, a los 120

La imagen puede contener: una persona, sentada y calzado
Borges, el lector.

(Hablarle a Borges: especial 120º aniversario). Dicen que Borges lo dijo o escribió casi todo antes de morir. Lo dicen y lo repiten tanto, que a menudo cualquier sentencia de cierta enjundia que circula por la red se le atribuye y hasta se arman grandes polémicas al respecto. Con todo, no son pocos todavía —quizás su número sea muy superior al otro— los que identifican el nombre de Borges con unos excelentes frutos secos. La realidad es así de caprichosa y a menudo incomprensible. De hecho, el orbe entero, con sus infinitas circularidades y bifurcaciones, parece una invención de Borges. O poco más. Hoy (24 de agosto de 2019) el escritor hubiera cumplido —en puridad, cumple: la eternidad es igual a sí misma— sus primeros 120 años.

La madrugada en Roses

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Playa de Santa Margarida, en Roses (Girona). Foto: AJR, 2015.
La madrugada suele ser hermosa en cualquier parte. Incluso en sueños. Pero a veces se adelanta a sí misma y, si estás atento y tus ojos responden, puedes sorprenderla cuando aún se está descorriendo el telón del cielo para que empiece la función. Así me pasó una vez en Roses. Un pesquero, un caminante madrugador, las últimas luces de la noche fueron testigos. Y el ratón gigantesco de piedra y sombra que a estas horas siempre se acerca a beber del mar.
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