Reconstrucción de un neandertal en el Museo de Historia Natural de Londres.
Lecturas en voz alta, 60). Cada vez sabemos más cosas de nuestros primos neandertales. Y algunas, como este descubrimiento de sus facultades artísticas, vuelven también cada vez más misteriosa e intrigante su extinción. O la apariencia de tal, que ahora parece abrirse paso la hipótesis de que entre ellos y el homo sapiens pudo haber algo más que una mera coincidencia en el tiempo. Y que algo de neandertales puede que tengamos todos, y a mucha honra.
Dice uno de los investigadores citados en el reportaje que este descubrimiento supone el desmentido del relato del Génesis sobre los orígenes de la humanidad. Al margen de lo extraño, en términos estrictamente científicos, de esa afirmación (creíamos que hace ya mucho que el relato bíblico no se leía como un texto histórico), no deja de ser curioso que la relación Neandertal–Sapiens, tal como algunos paleoantropólogos la contemplan, tenga ecos bastante significativos de uno de los mitos genesíacos de mayor arraigo y perduración: el conflicto fratricida entre Caín y Abel. ¿No habrá en el trasfondo de ese relato, adánico y edénico, una cristalización simbólica de la memoria de una especie que no dudó en prescindir de otra para cultivar su propio medro?
Tal vez el Abel neandertal fuera abatido, no sabemos si voluntaria o solo colateralmente, por la quijada-arado del cainita Sapiens, que inmediatamente después lanzaría hacia el cielo su arma vital con el mismo gesto y similares resultados a los que Kubrick tan bien retrató en la famosa secuencia final de la primera parte de 2001: una odisea del espacio.
Poderosas sugerencias del amanecer del hombre. Y la mujer, que naturalmente ya estaba allí.
(Visiones en voz alta, 🌄39). Supongo que este mítico (ya sí) vídeo, junto a otros de la misma época y con similares protagonistas, estarán siendo repicados hoy a diestro y siniestro hasta formar parte de la banda sonora del triste día en curso. Fue más o menos por ese año de 1976, tal vez un año antes, en el Johnny, que él frecuentaba, o fugazmente en algún rincón del diario «Informaciones» (cuyos suplementos literarios yo coleccionaba con devoción), cuando entré en contacto con los peculiares monigotes de Forges, narigudos y gafotas, de trazo y formas amablemente redondeadas, y parlanchines ya de un lenguaje en el que no tardamos en encontrar una fuente de inspiración sin pausa de una manera traviesa, retóricamente aviesa e ingeniosamente atinada de codificar, ¡Gensanta!, el mundo. Y hasta hoy. En fin... habría tanto que contar... Pero iré de Forges a Borges, parodiando que es gerundio y con un brindis agradecido al maestro por tanta felicidad: «A mí se me hace cuento que se haya muerto el Forges:/ se habrá ido a pintarle las nubes al Gran Borde...» Buen viaje, don Antonio. Posdata: La memoria juega malas pasadas. O simplemente desbarra a su manera. Repasando dibujos del maestro, me he topado con algunas portadas de Hermano Lobo, del año 1972, que seguramente conocí en su momento. Tirando de ese hilo, he caído en la cuenta de que Forges ya era un personaje bien conocido y sus chistes objeto de conversación con mis compañeros agustinos de El Escorial, donde estuve en los años 71 y 72. Ya por entonces su peculiar lenguaje empezaba a ser imitado por quienes siempre hemos tenido afición a inventar «palabros», o incluso «idiomos batiburrillos» completos, con mezclas de las más variadas procedencias. Aún recuerdo algún ejemplo del la jerga que empleábamos en Salamanca, allá por los finales de la década de los sesenta (aunque pueda parecer mentira, ya había mundo): «(Be)Nit nisán nit, cárcar, andand tutu la nui, mantalmentón, per tutus lasesqueins, acechanz, acechanz...» Imposible hacer traducción alguna.
(Al paso, 🐾🐕25). El Parque Sin Nombre, encajonado entre las calles Nieremberg y Pantoja, es uno de esos lugares algo insulsos y en el fondo sorprendentes que uno se encuentra en espacios ganados a la avaricia urbanística. No es especialmente hermoso ni acaso tenga más valor que su cercanía. Suele (o solía) ser frecuentado por currelantes, que aprovechan los dos o tres bancos que allí hay para tomarse una pausa al aire libre y dar cuenta de sus tarteras. O por parejas y grupos de jóvenes que hacen tertulia mientras se fuman unos joints (no sé si la palabra está aún vigente: debe de hacer media vida que no la utilizo; la aprendí de mi amigo Hari). Hacía tiempo que no pasaba por allí. Pero como es un lugar que durante algunos años frecuenté con Pancho, mi perro, que hoy hubiera cumplido 17 años (murió hace uno y medio), esta mañana al volver de un recado decidí dar un rodeo y fui a visitarlo. El lugar sigue más o menos igual, tal vez un poco más abandonado, y estaba completamente vacío. La mayor novedad es que han proliferado hasta extremos casi insidiosos no tanto los grafitis (que no me suelen desagradar) como esos pintarrajeos horribles que a menudo ensucian de manera tan tosca como abusiva las esquinas de nuestras ciudades. Sin embargo, en medio de la mugre, como una excepción que fuera a la vez un imán, he visto uno de esos pequeños y expresivos dibujos o grafismos modelados que, como pistas de no sé sabe bien qué mapa o código secreto, de cuando en cuando nos salen al paso en las paredes más insospechadas. Es este que aquí muestro. Al verlo, lo he interpretado como un homenaje al viejo amigo ladrador, y he sentido que de un modo sencillo y a la vez maravilloso el paseo había sido una opción afortunada. Y me lo he tomado —qué remedio pero también qué menos— como un síntoma de eso que, a falta de otro nombre más preciso, llamamos buena suerte. Que así sea. (Y, ah, amigo Pancho, felicidades).