La ciudad que te acoge sin pedir nada a cambio.
La que mezcla tus venas con sus calles repletas de colores, de gente.
La insensata, la brusca, la sucia, la agresiva, la agredida, la misericordiosa, la cruel, la siempre diferente, la brillante, la que te acerca el cielo.
La que no exige nunca pequeñas cosas: solo tu alma y el ritmo acelerado de tu respiración.
La patria que no tienes ni la quieres, la madre generosa que te libra de ese vivir sumido en el fervor mezquino que son todas las patrias.
La luna llena de tus noches sonámbulas y de tus noches tristes.
La madriguera, el pensamiento libre, la desazón, la alegría de pronto, la imposible esperanza.
La calle donde fuiste lo que aún no has llegado a ser del todo. Lo que ya no serás.
Las cintas de palabras volando por el aire desde Moncloa a Sol,
de Alvarado a la Prospe, Plaza del 2 de mayo, Bilbao, Príncipe de Vergara (antes General Mola), López de Hoyos, Corazón de María,
Martín Martínez, Nieremberg, el Parque de Berlín...
El metro atiborrado que jamás se detiene en la estación fantasma.
El tiempo fugitivo y su imposible crónica infinita.
El agua fresca de la amistad a sorbos, el árbol legendario de los sueños, la vida inacabable de los otros.
Los parques, los cines, los museos, los cafés, los garitos, las terrazas.
La carne rota. El desapego. La mugre. La insolencia.
Los perros. Los ancianos. Las palomas. Los mendigos.
El territorio breve donde vive el amor y es cada día.
Y donde cada tarde la luz le abre caminos a la muerte.
Ciudad frontera, ciudad arrebatada, ciudad interminable.
Y todas las leyendas y todas las heridas y todas las muchachas que ríen al pasar.
Madrid: fundada sobre el agua.
Madrid, la palabra que ocupa ya todo lo que ocupa la palabra ciudad.
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