Agustín García Calvo, el irreductible filólogo, filósofo, poeta, agitador de almas y de cuerpos y tantas cosas más, es el «gran difunto» del día en que el periódico venía repleto de muertos, aunque probablemente a él le hubiera alarmado o al menos puesto en guardia esa expresión de apariencia honorífica. Pero no hay duda de que, con la tragedia de Halloween al fondo, se trata de la persona de mayor relieve de cuya muerte nos enteramos el día de difuntos. Como he oído comentar en algún sitio, no cabía esperar de un espíritu tan libre como el suyo otra libertad que la de la morirse en fecha tan oportuna.
Leo en El país-de-papel el personal homenaje que le dedica Fernando Savater (al parecer desde Chile), una breve e impecable columna rematada por el explícito reconocimiento de que AGC fue no solo su verdadero maestro, sino el que lo libró de tener más maestros, lo cual es un elogio de enorme magnitud. Aunque a nadie se le escapa que en los últimos años las trayectorias respectivas de cada uno de ellos han avanzado en espirales de creciente separación. O eso parece. Quién sabe si para acabar confluyendo en algún rincón de la noosfera que, a fin de cuentas, nos ha de igualar a todos, sin que nadie se salve. Qué envidia, de momento, los recuerdos de un Savater jovenzuelo contados con mano maestra por el gran escritor en que se ha convertido quien, ya quizás desde aquellos días de la academia de la calle del Desengaño (no podría tener mejor nombre), probablemente fuera el primum inter pares de los discípulos de AGC. Savater, un discípulo tan fiel a fuer de heterodoxo que acabó siendo la puerta por la que muchos accedieron al descubrimiento del maestro.
De García Calvo recuerdo, ante todo, el impacto de la primera lectura de su Sermón de ser y no ser, con los dos magníficos "sonetos teológicos" («Enorgullécete de tu fracaso... // Tu no saber es toda tu esperanza») que servían de pórtico a un viaje verbal de altos vuelos: nada menos que 2016 versos de rara medida ("senario yámbico prolongado en medio pie"). Recuerdo que en aquella primera lectura hice caso, al menos durante un buen trecho, de la petición o sugerencia que el autor deslizaba en el prólogo: que se leyera el libro en voz alta, a modo de obra dramática. Y recuerdo también que, a medida que avanzaba en el recitado, no daba crédito al hecho de que semejantes tiradas de frases tan bien respiradas y aquella forma tan peculiar de decir pudieran ser posibles todavía en nuestra lengua. Esa es una impresión que siempre me ha acompañado frente a la obra de García Calvo: la rara modernidad de su anacrónico y desprejuiciado uso del lenguaje.
Otra impresión que perdura es la de las buenas horas pasadas escuchando sus canciones de amor y celda en la voz de Amancio Prada (incluyo al final el vídeo con mi preferida), Chicho Sánchez Ferlosiso y otros. Y las tertulias con amigos, en general bastante apasionados, en torno a la que uno de los conjurados calificaba como «prodigiosa traducción» del De Rerum Natura de Lucrecio.
En un terreno de cercanía profesional, y como recuerdo que (contraviniendo de nuevo sus enseñanzas) uno siente que lo ennoblece un poco porque algo del fulgor ajeno nos vino a caer cerca, no me olvido de aquel prólogo para la biografía de Julio César, de Hans Oppermann, que le encargamos en Salvat a AGC y de cuya edición me correspondió ocuparme. Eran unos pocos folios pero contenían un texto espléndido, tal vez extraño para su cometido de presentar ante el "gran público" la biografía de "un gran hombre", motivo que el pensador zamorano tomó como excusa para arremeter inteligentemente contra la propia idea matriz de aquella colección de "grandes biografías". Son unas páginas de menor importancia en la copiosa e importante bibliografía de AGC, pero no indignas de comparecer junto al resto de su obra. He aquí, a modo de homenaje curiosamente pertinente para la ocasión, las últimas líneas:
Pero, frente a la fascinación de la biografía y las fotos de las caras de los líderes para formación de masas, quede aquí abajo enunciado este apotegma, que brota de lo más hondo del escepticismo popular, que poder es obediencia; y sólo la necesidad de inconsciencia que al ejercicio de poder ha de acompañar por fuerza (y la misma inconsciencia en el líder que en sus masas) obliga a que esa ley de obediencia se oculte alternativamente bajo las máscaras de la fe en la voluntad de los grandes hombres o de la fe en el Destino y en el régimen de la estrellas sobre las vidas.
Hans Oppermann: Julio César. Salvat, Barcelona, 1984. |