lunes, 10 de enero de 2011

Ese portugués...


Me parece que hoy es la jornada, y casi la hora, más indicada para reconocer la importancia indiscutible que Cristiano Ronaldo (más conocido como CR 94, por los millones de euros que costó) tiene para que el Real Madrid mantenga vivas las esperanzas de disputarle al Barça los títulos en juego en ese deporte otrora llamado balompié: Liga, Copa, Champions, en los dos últimos casos con el permiso de algún tercero o cuarto en discordia.

Con su físico de extraordinario atleta, su infinito deseo de ganar, su temperamento ibérico e isleño, su prodigioso control de la pelota, su misílica velocidad, su dominio matemático del sentido de las distancias y, en fin, sus portentosas cualidades futbolísticas, Cristiano puede llegar a convertirse para el Madrid (si no lo es ya) en el líder capaz de encabezar el retorno de los sueños perdidos.

Papeles como el que desempeñó en el partido de ayer ante el Villarreal, liderando muy por delante de todos sus compañeros, pero sin olvidarse de ellos, una remontada que parecía algo más que peliaguda, acreditan para el jugador portugués una imagen de espejo en el que el viejo espíritu madridista puede llegar a reconocerse. Y tal vez resucitar.

Es una gran suerte tener a un deportista de tan soberbia calidad en la Liga española. Además, la madurez parece irle acercando poco a poco a una forma de estar en el campo que le ayudará a superar de forma definitiva inercias infantiles para transformarlo en el gran baluarte de la tribu blanca. Y, ya digo, en el verdadero recurso capaz de plantar cara y acaso desbancar al que quizá sea el mejor equipo de la historia (aunque esas comparaciones siempre son complicadas, incluso imposibles).

En todo caso, hoy, en esta tarde, lluviosa en Madrid y en otras muchas partes de Europa, me parece que es el momento adecuado para decirlo claramente e incluso con énfasis: «¡Ese portugués... qué bueno es!!»


sábado, 8 de enero de 2011

El sur de El sur

Esta noche (8 de enero de 2011) la Primera de RTVE emite El sur, el segundo largometraje de Víctor Erice, estrenado en 1983, y una de las indiscutibles obras maestras del cine del siglo xx. Obra maestra… pese a su carácter inacabado.
Como es bien sabido, el rodaje de la película fue interrumpido por motivos económicos y toda la parte que se desarrollaba en el sur, en Andalucía, quedó fuera de un filme que, pese a esa mutilación (que algunos críticos llegaron a elogiar convirtiéndola en una significativa elipsis), ilustra como pocos el arte de contar con imágenes. La película de Erice logra fotografiar emociones esenciales sobre la iniciación a la conciencia de la vida y sus secretos.
En otra ocasión que TVE emitió El sur pude ver una larga exposición de Víctor Erice dando cuenta de algunos pormenores de las circunstancias en que se cerró su rodaje. Y escuché fascinado el final de la historia escamoteado por los problemas de producción. Un final poderoso, brillante, redondo. El relato de Erice, que por fortuna puede verse en Youtube (también está accesible íntegramente, y con mayor calidad, en esta página de RTVE), es en sí mismo una pieza emocionante y, en mi opinión, se ha convertido en un apéndice imprescindible para completar el viaje al sur. (Tras los vídeos, transcribo las palabras de Erice sobre las escenas no rodadas, que corresponden a las partes 2ª y 3ª).







Dice Víctor Erice:
«¿Qué falta en la película o qué iba a ser esta película en su totalidad? Iba a ser una historia donde el sur no iba a aquedar reducido a unas cuantas postales sino que se iba a ver de verdad. Yo he vivido largas temporadas de mi vida en Andalucía, por tanto tenía una relación afectiva muy grande con las gentes y el paisaje que la cámara iba a ofrecer. Ahora, lo que se quiebra con la falta de esa segunda parte era la dimensión moral del relato, el elemento de iniciación y de conocimiento que tiene toda la historia. Porque Estrella viajando a Andalucía cumplía el viaje que su padre nunca pudo hacer. Y al cumplirlo obedecía el mandato paterno. ¿De dónde brotaba ese mandato? Del gesto postrero de un hombre que la última noche de su vida deja, debajo de la almohada de su hija, el objeto que más le unió en el pasado: un péndulo. Ese acto la comprometía… en cierto modo… ¿a qué? A hacer ese viaje al sur para descubrir la vida secreta de su padre, la otra parte de su identidad. Y en ese descubrimiento totalizaba una experiencia, se reconciliaba con la figura paterna.
¿Qué es lo que encontraba en el sur? Pues encontraba el paisaje de la infancia y la adolescencia de su padre. Y encontraba el fruto de la historia de amor secreto de este hombre: un hermano… Que venía a subrayar el carácter también –insisto una vez más– de simetría argumental: había un norte, había un sur, un hijo en el sur, una hija en el norte… Toda la narración llevaba a un acto de reconciliación, de comprensión, de maduración por parte del personaje… Y de una pequeña historia de amor, un apunte, que era la relación amorosa entre los dos, donde latía el tema del incesto. El chico nunca reconocía que Estrella era su hermana, no podría reconocerlo, no era a ese nivel… El chico al que durante toda su vida las gentes de su alrededor, su familia, le han contado que su padre murió antes de que él naciera, y que ha crecido más o menos feliz educado por su tío, Fernando Fernán Gómez… Y qué terrible para una chica encontrar a su hermano, saber que es su hermano… ¿pero cómo se le puede decir a un muchacho de catorce años: “no es cierto te engañaron, tu padre vivía hasta hace quince días pero se ha suicidado”? Eso es tremendo, ¿no?
Entonces lo que surgía ahí era el tema de la piedad. Y el desafío de la película era comunicar al espectador, renunciando a la palabra, a través de la piel, de la mirada, del tacto, que esos dos seres humanos jóvenes estaban unidos por una gran fraternidad que iba más allá del hecho de la sangre… y más allá. Pero no había un reconocimiento explícito de decir: “¡Ah, somos hermanos!” No, era todo insinuado.
Pero ese reconocimiento estaba latente porque el último día, en la penúltima secuencia en Andalucía, cuando los dos chicos se despedían, ella, Estrella, le regalaba al chico el péndulo de su padre, y él lo aceptaba. Y entonces, en una estación abandonada de Carmona, de donde ya no salía ningún tren, donde la hierba ocultaba ya las vías, en el vestíbulo de esa estación ya abandonada se producía la escena primordial de la transferencia: Estrella entregaba el péndulo a su hermano, y él preguntaba: “¿Y esto para qué sirve?” Y ella se lo explicaba: “Se pueden adivinar cosas”. “¿Sí?”. “Sí, si se tienen poderes” “¿Y tú crees que yo los tengo?”… Es exactamente el mismo diálogo… [que el mantenido por Estrella niña con su padre].
Entonces, en ese vestíbulo, en el final, Estrella iniciaba a su hermano de la misma manera que la inició su padre, repitiendo las mismas palabras: “Lo primero que tienes que hacer es [aprender] cómo se coge...” Y consumaba la aceptación de todo un itinerario de conocimiento. En correspondencia, el chico le daba para el viaje un libro, un libro para el viaje. Un libro que había sido de su tío. Su tío era Fernando Fernán Gómez…[que] en la película hacía el personaje de profesor en el instituto de segunda enseñanza de Carmona, un personaje muy andaluz que vivía con su hermana, Laura Quintana (Irene Ríos), los dos en una vieja casa de Carmona que se caía a pedazos. Un fin de raza.
Pero la historia de Fernando era especialmente importante para mí porque era un personaje que tenía para todo el mundo el estigma de la cobardía. Su historia era la historia de un hombre que, llevado a la primera línea de fuego para combatir, en una guerra civil, la española, llevado a la fuerza, contra los que eran los suyos…, él no admitía esa dialéctica, este horror, y antes de entrar en combate se pegaba un tiro o se había pegado (era su leyenda) un tiro en la mano. Habían estado a punto de fusilarlo, lógicamente, y era la familia de Omero Antonutti, los Arenas, los que le habían salvado del paredón. Era muy importante para mí este personaje porque resumía en sí cierta dialéctica de la guerra civil que me parecía muy importante recordar: la historia de aquellos hombres que se vieron forzados por las circunstancias, por una simple cuestión de supervivencia, a asumir un compromiso que no era el suyo, de ahí su especial vivencia del horror, gente escindida, derrotada para siempre.
Pues este personaje, con su estigma de la cobardía, era el personaje más ejemplar de la historia. Había educado a este chico y le había iniciado en el conocimiento, por ejemplo, de los libros de aventuras, de la literatura. De tal modo que en el sur había un sur más remoto, un sur del sur, que era ya el mito literario del sur. Aparecía depositado en las islas de los mares del sur y nutrido de los textos, de los cuentos, de las novelas, particularmente de Robert Louis Stevenson. De tal modo que el chico, cuando después de aceptar el péndulo le daba a ella en correspondencia un libro para el viaje, le entregaba este libro que tengo aquí… es el primer libro de viajes que yo creo que leí… es una edición del año 45 y se llama Islas del Sur. Es una traducción sui géneris del original, porque el original es En los Mares del Sur… pero no sé por qué lo tradujeron así.
Entonces Estrella, en el tren, de regreso al norte, cumplida su misión, abría el libro y las últimas palabras que se escuchan en esta película se escuchaban en la voz de Fernando Fernán Gómez: “Hay en el mundo unas islas que ejercen sobre los viajeros una irresistible y misteriosa fascinación. Pocos son los hombres que las abandonan después de haberlas conocido. La mayoría dejan que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares donde desembarcaron. Hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, algunos acarician el sueño de un regreso al país natal que jamás cumplirán. Esas islas son las Islas del Sur. Cuentan que en ellas estuvo en tiempos el Paraíso.”»






martes, 4 de enero de 2011

Eclipse



Una de las novedades de este 4 de enero, fecha que desde hace al menos más de medio siglo (más 48 meses, para ser exacto) es una jornada marcadamente feliz y memorable, ha sido el primer eclipse solar, si bien parcial, del nuevo año.

Raro fenómeno que, en tiempos en los que la naturaleza aún tenía estatuto de divinidad, despertaba los más variados asombros, temores y esperanzas en el corazón de los humanos.

Y que todavía hoy, si nos paramos un momento a verlo y a sentirlo (también a pensarlo), quizás pueda ofrecernos un punto de inflexión en el discurrir de las horas y el tránsito veloz del día, de los días, cuya suma es la vida.

Una especie de quicio o gozne, o cualquier otra libre variante de sizigia, sobre la que sea posible hacer girar el impulso pausado de la contemplación. También el gesto reflexivo que siempre implica la mirada hacia lo alto.

La actitud, mezcla de humildad y grandeza, que inevitablemente nos devuelve el sentido de nuestra verdadera estatura.

Sobre las imágenes, tan bien simuladas, de «la subida de la luz» (la verdadera, no ese atraco al que el ministro del ramo da tal nombre) y en la pieza absorbente y minimalista de Ludovico Einaudi, me he parado a escuchar el traqueteo soñador del tren de las 12.00 am.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Dados de 2011




                                                                    Ayer es para hoy una ventana
                                                                    Hoy es una ventana para ayer.
                                                                    Ventana para ayer es aun hoy.
                                                                    Para una ventana hoy ayer es.
                                                                    Ayer es hoy una ventana para.
                                                                    Ayer una ventana es para hoooy!


(Ventanas hacia el año 2milONCE)

Imagen: Shutters/Contraventanas, de la serie «Blind Windows», obra de Silvestre Santiago, Pejac,  
situada en la zona asiática de Estambul. / Foto de Julián Santiago, tomada de aquí.



Añadido del 30 de diciembre (tras un nuevo movimiento del cubilete):
Haciendo caso a Shandy (ver comentarios), he aquí una mirada por la ventana al ayer, tres décadas atrás.

martes, 14 de diciembre de 2010

Orfandad y herencia



Ante la absurda (¿pero cuál no lo es?) y desgraciada muerte de Enrique Morente, cantaor y granaíno, maestro genial en ambas artes, sorprende a la vez que emociona la generalizada sensación de orfandad que recorre el mundo del flamenco. Basta echar un vistazo a los periódicos del día o zambullirse un poco en el océano de la Red, en los corrillos de cabales, para advertir por todas partes la enorme admiración que su figura y su obra suscitan.

Pese a la tristeza, conforta saber que los caminos que Morente abrió para poner el cante jondo a la altura de los tiempos, y en concreto su instinto e inteligencia para enraizarlo en una nueva y libérrima forma de entender la tradición, son los que marcan el rumbo de algunos de los intérpretes más cualificados del presente, y que por ello pueden considerarse sus legítimos herederos: léase Miguel Poveda, Mayte Martín, Diego el Cigala, tal vez Arcángel... o, claro está, su propia hija Estrella.

Orfandad, pues, pero también prolongación de un arte que hoy, precisamente hoy, está más vivo que nunca.

En Omega (1996, 2008), mi disco preferido de Morente, una obra infinita en la que siempre queda algo por descubrir (como por descubrir me queda aún, afortunadamente, buena parte de su discografía), se incluyen piezas como su versión del lorquiano Pequeño vals vienés. Un monumento de ligereza y dramatismo, pasado por la "lectura" de Leonard Cohen, llevado a lo esencial del cante con melismas de inusitada pureza flamenca, y finalmente desembocado, coreografía del «Grupo de Danza Andalucía» de por medio, en la pequeña joya de arte total que recoge el vídeo que adjunto al final de estas líneas.

Omega, que muchos críticos consideran el punto alfa de la última renovación del cante jondo, muestra la originalidad y hondura con que Morente supo indagar en los misterios de la voz y el sentimiento afrontando con valentía el mundo alucinado del Lorca de Poeta en Nueva York y dejándose arrastrar por influencias tan en apariencia distantes como la severidad rítmica de una procesión de semana santa y la insolencia punk-rock del grupo Lagartiija Nick.

Morente solía decir que las personas a las que más quería eran los poetas. Y lo demostró muchas veces cantando poemas de Lorca, Miguel Hernández, Antonio y Manuel Machado, Guillén, Alberti, Hierro, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Góngora, Juan del Enzina y un largo etcétera que también incluye a Al Mutamid, el rey moro que gobernó la taifa de Sevilla en la segunda mitad del siglo XI.

No es extraña esa afinidad (que tuvo también Camarón y ha "heredado" Poveda) porque el espacio en el que se adentran los grandes maestros del cante se parece mucho al universo que exploran los poetas: unos y otros recorren el territorio de la voz, de las voces, los nombres y los ritmos, en busca acaso de la respiración interna de las cosas. Y se internan así en una geografía en la que aunque los caminos parezcan estar ya bien roturados siempre es posible encontrar, inventar, alguna vereda. La aventura es descubrirla y atreverse a seguirla. Además de un hombre de una gran sensibilidad, Morente ha sido un artista valiente.

Ayer por la tarde, al escuchar por la radio la noticia de su muerte, sobre los mismos papeles en los que estaba trabajando improvisé estos versos que dejo aquí como homenaje.


Sólo había una voz como la suya:
la de un cántaro roto siempre lleno,
la libre forma con que el aire llega
a la cueva más honda, al pie del cielo.


En la imagen superior, Enrique Morente durante una actuación
en el C. M. San Juan Evangelista, en octubre de 2008.
Imagen tomada del blog de la escritora Clara Sánchez.


Postpost: Añado el vídeo del hondo y estremecedor homenaje que Estrella Morente rindió a su padre en su capilla ardiente.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Las manos del hada


Más que a través de sus novelas realistas, apenas leídas al hilo de obligaciones escolares y pronto olvidadas (sin duda injustamente), mi pequeña experiencia de la narrativa de Ana María Matute galopa gozosa por el extraordinario reino de Olar, fantástico escenario medieval de Olvidado Rey Gudú, la novela que la escritora hoy galardonada con el premio Cervantes publicó en 1996, ante la sorpresa de un amplio sector de la crítica que no acababa de entender por qué, tras varios años de silencio, la autora se decantaba por la vertiente fantástica de su obra.

Recuerdo los días (más bien las noches) que pasé sumergido en las casi mil páginas de una narración que, no sin recovecos a veces excesivamente laberínticos, consigue poner en pie un territorio autónomo de la imaginación. O, lo que es lo mismo, un lugar en el que es posible vivir con la suficiente intensidad como para que la experiencia tenga valor por sí misma. Y que incita, además, a replantearse el sentido de muchos aspectos de la realidad. Es decir, los mismos ejes que mueven la gran literatura.

Años después, a finales de 2001 o acaso ya en 2002, la experiencia se prolongó con Aranmanoth, novela breve que podría parecer una rama desgajada del frondoso tronco guduesco, aunque en ella era evidente una inequívoca querencia por la mitología norteña (y, más en concreto, astur, o al menos así me lo pareció a mí), con su predilección por el musgo legendario de los espacios umbríos y los secretos arrancados al corazón del bosque.

Al calor de esos recuerdos, hoy me alegra mucho ver tan alegre a esta mujer, contemplar la energía de sus 85 prodigiosos años y el gesto tan vivo y tierno de sus manos (manos de alguien que ha vivido mucho), con esos dedos leñosos de hada silvestre y libre con los que ha ido tejiendo la tela maravillosa de historias como las mencionadas y otras muchas que justifican sobradamente un reconocimiento que ya tardaba en llegar.

Brujuleando por Youtube en busca de algún documento visual para ilustrar esta nota, llego a este insólito pero divertido homenaje musical, tras el que parece esconderse algún secreto amor de lector agradecido. O quizás sólo la seducción por la eufonía de un nombre. Aquí lo dejo.

La fotografía de Ana María Matute es de Jesús Domínguez; la he tomado de elmundo.es, edición de Andalucía.



domingo, 14 de noviembre de 2010

Berlanga pide la vez


Luis García Berlanga: señal de partida. Foto Cordon Presss.
Estaba cantado que tras la salida de escena de Manuel Alexandre, uno de sus actores habituales, Luis García Berlanga no tardaría en seguir la veredita por la que ya casi todos los cineastas y actores de su generación se han encaminado hacia una mayor o menor gloria póstuma. Eso sí, después de habernos hecho disfrutar de muchos de los mejores momentos que le debemos a la gran pantalla y a la imaginación, lo que a estas alturas es como decir a la vida en general, ya casi pura ficción ella también... si es que alguna vez ha sido otra cosa.

Pero aunque lo previsible se cumpla, y más aún porque se cumple, no deja de resultar desconcertante, amén de ominoso, que la visita de la vieja dama una a lo inexcusable de su llegada la crueldad de su reiteración. El propio Berlanga lo dejó dicho en una de sus últimas declaraciones con su habitual franqueza dialéctica: «El dolor me jode, pero morirme me jode más». La cabronada esa de la muerte.

Berlanga, junto con Buñuel y Bardem, es la otra gran B de las muchas "bes" grandes con que se escribe el cine español. Como muchos críticos han puesto de relieve, sus logros dentro de lo que suele denominarse la tragicomedia hispana no tienen parangón. Así lo demuestran la fundacional y ya archisobada Bienvenido Míster Marshall (1953), y sobre todo esas «dos auténticas cimas del séptimo arte» (Navajo dixit) que son Plácido (1961) y El verdugo (1963), joyas blanquinegras cuyo extraordinario fulgor es literalmente inagotable (la sabiduría 'erratil' quería que el adjetivo fuera «inagitable»; quede constancia). En estas obras, vida y muerte se dan la mano desde una mirada tan crítica como compasiva y reveladora de la profunda verdad que esconde el tópico tantas veces reiterado en su cine : «No somos nadie».

Igualmente destacable, aunque su mérito artístico sea de otro orden, me parece la trilogía del Marqués de Leguineche, y en especial sus dos primeros títulos, La escopeta nacional (1978) y Patrimonio nacional (1981), tan útiles aún para entender de dónde provienen ciertos atavismos patrios que parecen decididos a seguir dando la matraca hasta el final de los tiempos.

Y algo parecido puede decirse de numerosas escenas de La vaquilla (1985), o de algunos fragmentos explosivos de obras posteriores como Moros y cristianos (1987), Todos a la cárcel (1993) y París Tombuctú (1999), en las que lo "explosivo" tiene un significado estrictamente fallero no inapropiado en un director valenciano.

Entre tantas secuencias y, sobre todo, planos-secuencia memorables del cine de Berlanga, rescato estos dos momentos de Patrimonio nacional (1981), tal como los he encontrado en YouTube. El primero me parece adecuado digamos que por sus claras alusiones al momento y por la gestualidad decepcionada del marqués (Luis Escobar) en la escena del helicóptero. Y el segundo, por el gran Luis Ciges, uno de mis actores preferidos, único e inimitable en cada una de sus intervenciones. Calculo que habré visto veintitantas veces la descomunal metáfora del palo de billar y nunca he podido resistir la risa convulsa. Ambas escenas, además, tienen el añadido genial, tan propiamente berlanguiano, de que quienes caricaturizan con tanto vigor a la desopilante aristocracia española son en verdad aristócratas. O sea, realismo puro. Puro Berlanga.

Un subrayado final para amantes de curiosidades cinéfilas: el villancico que suena en la segunda escena de Patrimonio nacional es el mismo que se oye al final de Plácido: «Madre, a la puerta hay un niño».