«¿Pero cómo es posible enredarse en tamaña jerigonza? —se decía Quexada sin poder apartar los ojos del volumen—. Este príncipe danés, con sus cábalas fantasmales, por fuerza ha de rematar con la sesera monda y en la mano».
Rosa María José Maldonado Guerrero: La Torre de Babel, 2007.
Ruidos
Una línea de su currículo lo identificaba como intérprete en Babel. Pero no precisaba la lengua. Ni la fecha. «Eran», decía, «datos perdidos en la traducción».
Manuel Colmeiro: Lavandeiras, 1967. Museo de Bellas Artes da Coruña.
Al mirar el calendario comprendió que la novela del nuevo día sólo podía comenzar así: «En la memoria de la tierra madre resonaba el recuerdo de la madre en tierra».
(Visiones en voz alta, 🐵🐒48). Confieso mi irresistible atracción por los simios, sean simpáticos y hábiles orangutanes, taciturnos y graves gorilas, gráciles y apresurados monos araña o incluso rizadas monas de Gibraltar (las proverbiales «mendayibtrual», que tanto juego nos daban de pequeños en una jerga de compinches). A este impresionante e instructivo vídeo solo le falta, para ser perfecto, el doblaje que podrían haberle hecho Herrera y Coll, la mítica pareja de «Humor amarillo», últimamente tan recordado.
El programa, digo. Aunque también Juan Herrera, viejo colega militroncho, está ahora en la palestra gracias a su primera y desternillante novela, La radio de piedra, un muy divertido relato de estirpe gilesca (de Gila), pasado por un sentido del humor directo y perifrástico a lo Azcona, un envidiable manejo de lo surreal-manchego (en la línea de Amanece que no es poco) y cierta capacidad de fijar imágenes que no hubiera despreciado el gran Tonino Guerra🐔 (y no sé por qué sale ahora ese gallo, pero ahí se queda).
En fin: derivas. Una cosa lleva a la otra, tal vez porque todo es un sinfín o una catarata de similitudes. Simio, chato, no viene de semejante. Pero lo merecería. Y no cabe descartar, incluso sería deseable, que la afinidad naciese del parecido.
Al fin y al cabo este planeta es de todos. Pero, sobre todo, de ellos.
(Visiones, en todos los sentidos, en voz alta, 48bis). Llamémosle coincidencia, seguro azar, sincronicidad, efecto cuántico no-local o equis. Tras publicar el anterior vídeo, sin solución de continuidad (signifique lo que signifique), se me aparece este "doodle" de Google. Y no sé qué pensar. O sí. Mientras, en el otro plano, la realidad no me da tregua. Dígalo Ervin Laszlo con sus propias palabras (El paradigma akáshico, Kairós, 2013; trad. de A. F. Rodríguez; págs. 93-94) y que cada cual saque sus conclusiones:
«En el cerebro hay dos estructuras que procesan las señales que recibimos del mundo: las redes neuroaxonales del macro-nivel, y la jerarquía de redes subneuronales del nivel cuántico. Por tanto, tenemos a nuestra disposición dos formas de experimentar el mundo circundante y no solo una: el modo que Luna y Frecska denominan "perceptivo-cognitivo-simbólico", y el modo "directo intuitivo-no local". El primero procesa señales que se originan en la dimensión manifiesta, y el segundo procesa señales que se originan en la dimensión A. La dimensión A también in-forma nuestro cerebro. Esta in-formación representa un efecto adicional del resto del mundo, hasta ahora ampliamente ignorado, en nuestro cerebro y nuestro cuerpo.
»La dimensión A nos in-forma a través de la interacción no local con la estructura subneural de nuestro cerebro. Estas interacciones se dan en la forma de interferencias de ondas escalares originadas en la dimensión A con ondas cuánticas producidas por el cerebro. Cuando las ondas de interferencia entran en resonancia, la conjugación de los patrones de onda transfiere información entre el holocampo escalar y la dimensión A de nuestro cerebro. Esta información es no local: podría haberse originado en cualquier lugar del universo, en cualquier momento. Se procesa en matrices de nivel cuántico en nuestro cerebro, sin pasar por los sentidos. »La información transmitida por los sentidos da lugar a la visión, los sonidos, texturas, [sabores] y olores que dominan nuestra conciencia cotidiana, y la información basada en la resonancia cuántica transmite efectos sutiles como presentimientos, imágenes, corazonadas e intuiciones, que no siempre alcanzan nuestra dimensión consciente».
Por lo demás, que es quizás lo primero, mañana 22 de abril es el Día de la Tierra, nuestra madre. También el día en que mi madre hubiera cumplido 103 años. Llamémosle resonancia. Una más.
Arturo Michelena: Escenas del circo, 1891. Galería Nacional de Arte, Caracas.
A menudo, antes de salir a la pista, se acordaba de aquel día en que el maestro le mandó subir al encerado a resolver un problema matemático y, sin volverse, comenzó a declamar: «El 338 es un número algo circense, con una curiosa forma de ser capicúa».
Rubens: Los cuatro filósofos o Autorretrato con el hermano del artista, Justus Lipsius y Johannes Wouverius, h. 1611. Palacio Pitti, Florencia.
Tal y como me había anunciado la adivina en sueños, allí estaban las tres plumas, las cuatro flores, los cinco libros. Y el perro. Y el telón, a punto de caer.
Goya: La nevada o El invierno, 1786. Museo del Prado.
¡Quién dijo que sería fácil derrotar al invierno? ¿Quién dijo que sería fácil derrotar! ¡Quién dijo que sería fácil?
¿Quién dijo que sería!
¡Quién dijo qué?
¿Quién dijo!
¡Quién?
¿...!
La travesía llegaba al punto crítico, en breve sería necesario tomar una decisión, nada parecía estar escrito, había dudas solares, la noche era una incógnita. Y entonces, llegaste tú, otro que tal baila.
Cuando concluyó la última función, el cómico miró hacia la oscuridad de la sala y por primera vez vio brillar al fondo la luz que señalaba la puerta de salida. No parecía necesario añadir nada más, pero aún dijo dos palabras casi ininteligibles: «My wife», entendieron unos. «My life», oyeron otros. En lo que todos estuvieron de acuerdo fue en la nobleza aterrada de sus ojos.
Tal día como hoy, hace 102 años, nació Juan Eduardo Cirlot, poeta enorme y ensayista lúcido que poco a poco va ocupando el lugar que en justicia le corresponde. Hace unos meses, a raíz de la lectura del ensayo biográfico que le dedicó Antonio Rivero Taravillo, volví a pasar unos días felices sumergido en su mundo, al que no tardaré en volver. Estas imágenes son de aquellos días.
Recuerda bien la opresión que se apoderó de su ánimo ante aquellos altos edificios de viviendas aplanados en medio de los montes junto a la negrura de las aguas y bajo un cielo espantoso.
En una fantasía inédita y apocalíptica, tras el desastre nuclear que ha destruido buena parte del planeta, un grupo de supervivientes acuden al edificio de Torres Blancas, que ha quedado milagrosamente intacto y que entonces revela su verdadera condición: es un transbordador espacial con capacidad para varios centenares de pasajeros y preparado, mediante cohetes propulsores subterráneos, para salir disparado al espacio en busca de un lugar donde vivir...
Eugène Delacroix: La Mer vue des hauteurs de Dieppe, 1852. Louvre.
Estuvimos toda noche, mano a mano, luchando contra el sueño y el agua. Ni rastro del unicornio marino. ¿Estás seguro de que no es una leyenda? Yo ya no sé qué pensar.
Rafael Zabaleta: El mulero, 1956. Col. Particular.
Miraba con paciencia y apremio el horizonte, la infinita llanura, buscando signos que le permitieran saber de qué modo sería posible salir del invierno.
Darío de Regoyos: Viernes Santo en Castilla, 1906.
«No es difícil verle la hermosura a la tristeza —me dijo mientras nos disponíamos a cruzar el puente bajo la lluvia; y luego, encogiéndose un poco de hombros, continuó—: Mucho más complicado me parece encontrar el modo de cortar el nudo de las contradicciones».
Caravaggio: Cena in Emmaus, 1606. Pinacoteca de Brera, Milán.
«Et antiquum documentum novo cedat ritui...», cantaba el coro de juerguistas en la estancia de al lado. Entonces él hizo ese gesto y en ese instante lo reconocimos y pudimos desenmascararlo.
(Visiones y, sobre todo, audiciones en voz alta, 41 y 18). Reconozco —incluso confieso— que la Semana Santa, con mayúsculas o en caja baja, siempre me pone en una situación emocional contradictoria. Es difícil sustraerse, de forma racional, al rechazo del aroma, incluso tufo, de oscurantismo y fervor fanatizado que transmite una parte no insignificante de los miles de ritos que recorren estos días la piel de toro y sus profundos pliegues. O al intenso desagrado, casi malestar físico, que me provocan la exaltación histérica del dolor y la apología del sufrimiento, tan presentes en muchas aún bárbaras costumbres dizque piadosas que estos días se exhiben aquí y allá. Y, sin embargo, me emocionan hasta las lágrimas otras muchas prácticas compartidas de estos días, cuya liturgia, vivida intensamente desde dentro en los años en que las creencias católicas eran el eje ideológico y sentimental de mi vida, siempre me han resultado gratificantes, por la indudable belleza que muchas de ellas encierran: plasticidad, sonoridad, elegancia, recogimiento, explosión sensual. En fin, un asunto al que debería dedicarle una más pausada reflexión (ya lo he hecho otras veces), porque me parece que toca de lleno la médula de la posible coherencia consciente que debemos exigirnos para poder vivir sin imposturas.
En todo caso, uno de los muy diversos testimonios que me liberan de la incomodidad de estas conjeturas es la evocación de la figura de Luis Buñuel, aquel grandísimo «ateo por la gracia de Dios», aporreando con plena entrega el tambor en «la rompida de la hora de Calanda», uno de esos ritos que añaden al sabor y la excitación primaveral de estos días un plus de ritmo vivificante, lleno de emociones y gracia estética, al que ni quiero ni puedo sustraerme. Del mismo modo que no puedo dejar de sentir el fervor real de, pongamos por ejemplo reciente, una misa de Mozart, por más que sus “literalidades” puede que estén en las antípodas —aunque es admirable lo cerca que a veces suele estar todo— de mi actual sentir y pensar.
Pieter de Hooch: Un hombre entregando una carta a una mujer en un recibidor», 1670. Rijksmuseum, Ámsterdam.
«Lo que sostiene es un iPhone, no una carta», dice el CEO de Apple a su lugarteniente (al fondo), mientras cuatro miradas contemplan con asombro el posible agujero temporal en que se saben vivos.