sábado, 25 de junio de 2022

Hay que volver al cine


(En voz alta).
El cine, ese rito en franco peligro de extinción, tiene entre uno de sus mayores alicientes el de la experiencia compartida, no tanto ya —desde hace mucho— gracias a aquellas costumbres amicales que consistían en ‘quedar para ir al cine’, como por el poder que todavía conserva el arte de las imágenes en movimiento para suscitar la conversación, el intercambio rápido o guasápico de pareceres y, sobre todo, la lectura de la opinión de los otros, incluida lo que siempre hemos conocido como crítica.

Este hermoso y minucioso comentario de Antonio Muñoz Molina sobre una de las últimas películas que yo también he visto (Alcarràs, de Carla Simón), al margen de algunas discrepancias valorativas que no me entretendré ahora en perpetrar, tiene en su arranque y en su aroma general de fondo una precisa evocación de ambientes y costumbres que son también parte sustancial de la “experiencia del cine”, y que han ido desapareciendo o se han transformado de forma drástica y que hoy, junto con la evidencia de que el viento se lo ha llevado casi todo, nos asaltan y nos inundan la memoria, no tanto por el lado de la nostalgia como por el acicate de saber que hemos de esforzarnos para tratar de que no se pierda completamente “eso” que sabemos que, por muy circunstancial que pueda parecer, forma parte del tuétano de este arte y de sus posibilidades de gozo.


Y es que, en el fondo, no muy distinta a la escena del anciano que el crítico tan bellamente evoca —una, en efecto, de las secuencias más logradas del filme— viene a ser la situación del espectador maduro que se encamina o regresa de una sala de cine, generalmente en Las Afueras: «En la noche de verano el abuelo de pelo blanco y camisa blanca se pierde entre la espesura de los árboles y es como si ya se hubiera desvanecido en la muerte que no tardará mucho en llegar». Hay que volver al cine.

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