(En voz alta). Muy interesante, incluso para discrepar de algunos de sus puntos de vista, me ha resultado este artículo, que sobre todo evidencia la inmensa riqueza y las infinitas posibilidades (o casi) de una lengua sin orillas. No deja de ser significativo que el artículo conviva en el periódico con la crónica, unas páginas más atrás, «El difícil legado de la caída de Tenochtitlan», de Francisco Manetto, en la que se ponen de relieve los muy discutibles argumentos del gobierno mexicano al hacer balance del pasado y proyectarlo, de forma harto desenfocada, sobre las circunstancias presentes. El sentimiento de pertenencia a un gran mundo unido por una forma variada pero comprensible de nombrarlo debería ser a estas alturas un patrimonio con el consenso suficiente como para impulsar verdaderas fraternidades y otras formas de mutuo reconocimiento. Pero aún serán necesarias unas cuantas revoluciones culturales, a uno y otro lado del océano, para que lo que resulta evidente a los ojos y las mientes de cualquier lector desprejuiciado —que hispanos e hispanoamericanos habitamos el inmenso territorio común de la gran Mancha nombrable por un mismo y riquísimo idioma— sea también operativo en el vidrioso terreno de los intereses políticos más miopes y egoístas.
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