(Visiones y, sobre todo, audiciones en voz alta, 41 y 18). Reconozco —incluso confieso— que la Semana Santa, con mayúsculas o en caja baja, siempre me pone en una situación emocional contradictoria. Es difícil sustraerse, de forma racional, al rechazo del aroma, incluso tufo, de oscurantismo y fervor fanatizado que transmite una parte no insignificante de los miles de ritos que recorren estos días la piel de toro y sus profundos pliegues. O al intenso desagrado, casi malestar físico, que me provocan la exaltación histérica del dolor y la apología del sufrimiento, tan presentes en muchas aún bárbaras costumbres dizque piadosas que estos días se exhiben aquí y allá. Y, sin embargo, me emocionan hasta las lágrimas otras muchas prácticas compartidas de estos días, cuya liturgia, vivida intensamente desde dentro en los años en que las creencias católicas eran el eje ideológico y sentimental de mi vida, siempre me han resultado gratificantes, por la indudable belleza que muchas de ellas encierran: plasticidad, sonoridad, elegancia, recogimiento, explosión sensual. En fin, un asunto al que debería dedicarle una más pausada reflexión (ya lo he hecho otras veces), porque me parece que toca de lleno la médula de la posible coherencia consciente que debemos exigirnos para poder vivir sin imposturas.
En todo caso, uno de los muy diversos testimonios que me liberan de la incomodidad de estas conjeturas es la evocación de la figura de Luis Buñuel, aquel grandísimo «ateo por la gracia de Dios», aporreando con plena entrega el tambor en «la rompida de la hora de Calanda», uno de esos ritos que añaden al sabor y la excitación primaveral de estos días un plus de ritmo vivificante, lleno de emociones y gracia estética, al que ni quiero ni puedo sustraerme. Del mismo modo que no puedo dejar de sentir el fervor real de, pongamos por ejemplo reciente, una misa de Mozart, por más que sus “literalidades” puede que estén en las antípodas —aunque es admirable lo cerca que a veces suele estar todo— de mi actual sentir y pensar.
Pieter de Hooch: Un hombre entregando una carta a una mujer en un recibidor», 1670. Rijksmuseum, Ámsterdam.
«Lo que sostiene es un iPhone, no una carta», dice el CEO de Apple a su lugarteniente (al fondo), mientras cuatro miradas contemplan con asombro el posible agujero temporal en que se saben vivos.
Hendrick van Cleef: Construcción de la Torre de Babel, h. 1550. Museo Kröller-Müller, Otterlo (Países Bajos).
Avanti
«No me quejo de que los extranjeros hablen un idioma extranjero —escribió Benjamin. Y añadió luego, con una gran sonrisa—: Pero deberían hablar todos el mismo idioma extranjero».
Walter Crane: ilustración para una edición de «El gato con botas», 1874. (The Marquis of Carabas: His Picture Book, London, Routledge, 1874).
«El espacio del Quantum —murmuraba— es la conciencia». Al otro lado de la mesa, perplejo de que me hubiera reconocido, después de tantos años, intentaba evitar mis pensamientos, que no se abriera en él la vieja herida. Pero debió de darse cuenta, porque volvió a mascullar: «En el gesto del Que escribe está implícita la presencia del Que lee. Ese limbo nos une. Dudosos felinos ambos». No supe Qué decir. Aún no lo sé.
(Lecturas en voz alta, 🕵🏼♂️67). Fue este artículo de Manuel Jabois el que, por las mismas fechas de su publicación, me descubrió el ahora ya famoso libro de Nacho Carretero, secuestrado por motivos cuando menos discutibles, aunque puede que plenamente justificados en términos jurídicos. Sin dejar de decir que me parece lamentable lo que esa medida sin duda tiene de atentado objetivo contra la libertad de expresión, tampoco ocultaré que, en el fondo, va a ser «providencial» para la difusión del libro y, de paso, también para la serie de televisión en él basada, cuyos espléndidos primeros capítulos se han emitido ya con una muy buena audiencia. Fariña, que leí de forma casi compulsiva en dos sentadas, y luego regalé a un muy buen amigo concernido —geográficamente, sobre todo— por el tema, es un reportaje-ensayo en verdad apasionante, extraordinariamente bien enfocado, brillantemente resuelto, y no carente de un valor literario que me parece entra de lleno en las más destacada virtudes de aquel viejo «nuevo periodismo» (Tom Wolfe et alii) que tan en boga estuvo hacia los años setenta, y que, sin llegar a imponerse en sus principios teóricos, sí puede ser identificado como una de las líneas maestras del periodismo en los últimos decenios.
Ahora, en una tan brillante como hermosa iniciativa, los libreros madrileños han puesto a disposición de los lectores una herramienta que permite leer la obra secuestrada extrayendo las palabras que la componen de las entrañas mismas del «Quijote», es decir de su “Mancha” textual. Nada más cercano al espíritu del ingenioso hidalgo que, si ayer se removía en su gloria ante el temblor de los molinos de Consuegra, hoy toma de nuevo sus armas y sale al campo libre del tiempo que no se acaba (el suyo) dispuesto a “desfacer un tuerto”, que le compete. Pues no en vano... «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida...» (2ª, LVIII).
(Al paso, 28). Una sencilla calle, no muy lejos de donde pasó los últimos años de su vida, en el madrileño barrio de La Prospe (en el 140 de la calle Santa Hortensia), homenajea al grandísimo poeta y singular persona que fue —en el primer caso, que es— Claudio Rodríguez. Un tramo pequeño pero bien arbolado y aireado, en una esquina de la calle Clara del Rey, con vistas a la Avenida de América, y al pie mismo de las Torres Blancas, que asoman sus platillos voladores por encima del muro. Paso a menudo por aquí, pero el azul de esta víspera primaveral, aunque fría y clara, me ha parecido que ponía el marco adecuado al recuerdo de alguien que hizo de la palabra un canto de lucidez y respeto a la vida, su dolor, su abarcadora ternura, su irrepetible aliento. Claudio Rodríguez nos dejó un puñado de poemas inmortales. En ellos, y en nuestra memoria, sigue vivo.
(Visiones en voz alta, 🎓41). Debe de hacer unos treinta y muchos años que cayó en mis manos un libro titulado La construcción social de la realidad, obra de Peter L. Berger y Thomas Luckmann y que leí para la realización de un trabajo escolar en primero o segundo de periodismo. Creo que, después de haber estudiado con cierto ingenuo provecho alguna obra de Kant y leído con fervor entusiasta buena parte de los ensayos de Nietzsche y su enfático Zaratustra, ese libro me vacunó frente a los peligros de pensar que pueda existir algo absoluto y mostrenco, objetivo e inmutable, como a menudo se pretende al emplear la palabra “realidad”, cuando ésta es siempre no sólo algo relativo sino en proceso de creación (construcción) permanente, y siempre dentro del contexto personal y social en que nos encontremos. Este vídeo, divertido e instructivo, ejemplifica muy bien las conclusiones que extraje de la obra de Berger y Luckmann, y me parece que contiene una lección muy útil en tiempos de excesivas y reductoras simplificaciones como los que vivimos. Le agradezco a mi hermano Paco Ramos, catedrático de psicopatología de la Universidad de Salamanca, su envío.
se puede congregar todo en la misma paradoja ni hacer que lo que abisma al cielo suba. La pasión se trunca
al hablar de ella y cae en la espelunca del mortal tedio quien restaura el cisma entre el ser y el sentir. Es viejo el prisma del tiempo que ayer fue y hoy es ya nunca.
La clave del poema es el cerebro pegado al corazón. Cuerdas vocales de la memoria tensan las palabras
para arrancar de ellas el requiebro de todas estas cosas naturales que claras son también aunque macabras.