(Face to FB, 3). Hasta el presente, la imagen más cabal que tengo a mano para definir mi experiencia en Facebook es la del Laberinto de Espejos: una atracción de feria o de parque temático. Lo más grato es que, como ocurría también en los juegos de nuestra infancia, la mayoría de las veces la frecuentamos en buena compañía. O eso pretendemos.
Se lo comentaba el otro día, con palabras orales, a un amigo pintor que trabaja en la ilustración de Luces de bohemia, de modo que no tardaron en quedar reflejados en la conversación los famosos espejos delirantes (por deformación) del Callejón del Gato en los que, como es fama, se inspiró Valle —o el propio Max Estrella— para caer en la cuenta de que era esa, la imagen distorsionada o lo que él llamó esperpento, la única capaz de reflejar la verdadera naturaleza de la realidad española. Puede que la metáfora, además de mantener una total vigencia en relación con su referente casi un siglo después, sea además extensible a este territorio virtual.
¿Como se hubiera comportado Don Ramón en estas redes? No hay que descartar que, como veo que alguna vez nos ocurre a todos, en más de una ocasión terminara trompicado y preso en un reflejo equívoco o tratando de salir por un rincón imposible. Esto último, las falsas salidas, me parece que es lo más peligroso de este Dédalo del siglo XXI. De hecho, uno se cruza a menudo —bueno, de cuando en cuando, para no exagerar— con Ícaros e Ícaras que, con las alas ardidas y el seso desplumado, parecen vagar sin rumbo entre las ruinas de una ciudad siniestra.
En otras ocasiones, la red nos muestra síntomas que revelan un daño acaso ya irreversible en sensibilidades que antes de ellas parecían capaces de mantener el tipo y la coherencia, si bien, tras horas y horas de uso yó(n)quico, ya han perdido el sentido de cualquier realidad que no sea la de verse reflejadas en los espejos de una tan abultada como inane conciencia de sí mismos. O de sí mimos, que el gesto paralizado en un raro estupor no suele ser ajeno a la desenvoltura de estos prendas.
En otras ocasiones, la red nos muestra síntomas que revelan un daño acaso ya irreversible en sensibilidades que antes de ellas parecían capaces de mantener el tipo y la coherencia, si bien, tras horas y horas de uso yó(n)quico, ya han perdido el sentido de cualquier realidad que no sea la de verse reflejadas en los espejos de una tan abultada como inane conciencia de sí mismos. O de sí mimos, que el gesto paralizado en un raro estupor no suele ser ajeno a la desenvoltura de estos prendas.
Y que levante la mano —la no amputada— quien no haya sentido alguna vez flotando en derredor la sospecha de si no será aquella ruina o esta pantomima el destino que nos aguarda a todos.
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