jueves, 23 de mayo de 2013

Adiós, extranjero


Siempre recordaré, como un regalo tardío de la juventud, la noche en que el puro azar del verano en Bruselas, durante una pausa de la lluvia, nos condujo hasta la pequeña plaza del viejo barrio donde Georges Moustaki estaba regalando (en todos los sentidos) un concierto breve, intenso, intemporal. De pie, abrazados a impulso de la complicidad, y también contra el frío, mis chicas y yo vivimos algo más de una hora de música clara, transparente, de rostros iluminados por el ritmo dulzón y las luces de los días de fiesta. Y abrigados por palabras susurrantes, hermosas, encendidas, si no siempre entendidas siempre cálidas, llenas para unos de sueños o vivencias del pasado, para otros de promesas aún insospechadas. 

Georges Moustaki, que ahora ya ha hecho eterna su prodigiosa condición de métèque, es uno de esos grandes mitos, como Brel, Brassens, Ferré, Gainsbourg o el indomable Boris Vian, sin olvidar a Aznavour y a tantos otros, que formaron el olimpo más querido de una generación para la que el francés (aún no sabíamos nada de los Beatles) fue la primera puerta a través de la cual pudimos descubrir que el mundo tenía otros muchos nombres. Y que la de extranjeros era, probablemente, nuestra condición natural. 

La próxima vez que vaya al Friends, nuestro pub favorito, le pediré a Francis que me ponga una Leffe. Por pura casualidad, otra, nos aficionamos (moderadamente) a ella desde aquel día.

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