miércoles, 31 de agosto de 2022

LAS GAVIOTAS (Variaciones en Mar Menor)


(v.1: Las gaviotas)
Gaviota en el Puerto Deportivo de San Pedro del Pinatar. Foto AJR, 22.

El bañista, haciéndose el muerto sobre las aguas extrañamente limpias, incluso transparentes, de la laguna salada, consiguió llegar como de incógnito hasta el pequeño espigón donde las gaviotas patiamarillas se soleaban y parecían estar cuchicheando de sus cosas, acaso burlándose de las fisonomías amorcilladas del personal, quién sabe si intercambiando secretos sobre puntos favorables de pesca o, ya puestas, comentando las últimas novedades traídas por sus parientes, las gaviotas de Audouin, de alguno de sus recientes y cada vez más complicados viajes. El caso es que no prestaron atención a la ya inmediata proximidad del bañista, que se hacía el muerto con mucha pericia, hasta que llegó al grupo una gaviota reidora que con sus muy estridentes graznidos dio la voz de alerta… y de inmediato todas levantaron el vuelo. Con ella también vimos elevarse una estela brillante levemente azulada que poco después, al recuperar el cuerpo de entre las algas someras, supusimos que sería el alma del bañista, tan buen fingidor como seguramente aplicado lector de Fernando Pessoa, ele mesmo. Dios lo tenga en su gloria.

(v.2: El círculo)
Gaviota patiamarilla (Larus michahellis).
Probablemente la “jefa de la manada”.
Foto Tony Hisgett from Birmingham, UK.
Tomada de Wikipedia. Editada.
El bañista, haciéndose el muerto sobre las aguas de la laguna salada, algo turbias después de la lluvia de polvo o tal vez a causa de algún vertido clandestino, se fue acercando a la zona donde las gaviotas parecían estar escrutando el leve oleaje, que las mecía graciosamente, en busca sin duda de un buen alimento. Era curioso ver cómo se iban disponiendo en semicírculo y qué tranquilas se mostraban pese a la cada vez mayor proximidad del bañista, e incluso como parecían querer jugar con él al corro desplegándose alrededor hasta formar un círculo completo que el nadador, ya despreocupado de su posición de camuflaje, miraba con gran asombro por su perfección y complacido al sentirse el centro de aquel revuelo cada vez más alegre y numeroso, y en el que incluso le pareció que las aves, algunas de muy considerables proporciones a medida que se acercaban, estaban disfrutando como niños en el patio de su escuela marina y tan entregadas a su tarea que cuando ya formaban un círculo apretado comenzaron a entonar sus graznidos, primero de un modo muy suave y melodioso, poco a poco creciente y, a medida que se aproximaban más y más, cada vez con más fuerza hasta convertirse en un estruendo que sobresaltó al bañista y, Hitchcock mediante, le hizo caer de repente en la cuenta del peligro que corría en medio de aquel mar apacible y en el centro de una manada de gaviotas cuyos ojos llenos de furia y sus poderosos picos curvados tenía ya muy cerca, casi al alcance de la mano. Quiso entonces espantarlas y librarse nadando de aquel mal presentimiento, pero ya era tarde. La primera gaviota en atacar remontó el vuelo portando en su pico el globo ocular derecho del bañista limpiamente vaciado de su cuenca y, en una secuencia imparable, las demás aves fueron arrancando órganos, músculos, huesos, miembros con una voracidad tan descomunal y una tan veloz eficacia que aquella zona de la laguna no tardó en cubrirse por completo con una mancha entre rojo y ocre, mientras el cielo se llenaba de un ejército de alas y picos chorreantes que, tras un breve vuelo en formación compacta, no tardó en dispersarse hacia los cuatro puntos cardinales, tal como es sabido que se hizo con los despojos del tirano Santos Banderas en aquella novela de tierra caliente.


(v. 3: El renacido)
Un hipocampo en una Pennaria disticha', en el Mar Menor. 
Foto ©️
José Antonio Olive/El País. Editada.
El bañista, como si estuviera recién reencarnado, dudaba si volver a hacerse el muerto para acercarse sin ser notado al espigón donde las gaviotas pasaban el fin de la mañana, probablemente a la espera de que concluyesen los ejercicios ultrarrápidos de los cazas sobre la laguna y llegara el esperado momento del almuerzo reparador. Hacía tanto tiempo de su última estancia en aquel otrora paraíso que al elegante bañista le costaba trabajo recordar las viejas costumbres. Pero no tardó mucho en sentir que regresaban a él las fuerzas de aquella anterior vida como empujadas por los haces de luz que al entrar limpiamente en las aguas removían los lodos del fondo y propiciaban la turbiedad que a él, criatura de muy peculiares costumbres, tanto bien le hacía. Así que, ya del todo despierto y dejándose mecer por las corrientes intermedias, se acercó hasta donde sus viejas vecinas, primero con desconcierto, luego con alborozo, mostraron su sorpresa al verlo regresar y le tributaron el recibimiento reservado para las grandes ocasiones, hasta el punto de que la gaviota gongorina se puso a desgranar su muy preciso y algo temido canto, si bien justamente valorado por quienes de verdad aprecian y entienden de estas cosas, sin contentarse, mitad por vagancia mitad por simpleza camuflada de sencillez, con los comunes y anquilosados sentidos: «Durmió, y recuerda al fin, cuando las aves / –esquilas dulces de sonora pluma– / señas dieron süaves / del alba al Sol, que el pabellón de espuma / dejó, y en su carroza / volviose el hipocampo a la su choza». El caballito de mar había regresado a la laguna salada. La salvación aún era posible.

(v. 4: El nadador)

Picasso: El nadador, 1929. Museo Picasso, París.
Todo parece indicar que el bañista, nadador de profesión, se había equivocado de contexto. Ni haciéndose el muerto conseguía saber qué demonios pintaba él entre gaviotas reidoras, patiamarillas o rojigualdas; ni qué maldición aún mayor que la a tan duras penas olvidada había venido a caer sobre él para, después de recorrerse todas las piscinas del estado y aún del país entero, venir a dar en aquel podrido estanque de hedor y salmueras, rodeado por todas partes de seres infectos e infelices, como recién abortados por una catástrofe nuclear y cuya única misión existencial parecía consistir en servir de abono a los hipotéticos nuevos colonizadores de un horizonte de sucesos ya consumido. «Lo mío, pensó, era el viejo realismo, de corte existencial, incluso sucio, si se quiere, no digo que no; pero aún con sentido y nervio; y no esta subespecie ínfima y degradante de ciencia ficción distópico-apocalíptica (mucho tópico y poca psiquis) cuyo sólo rurbro es ya un insulto a cualquier tipo, por pequeño que sea, de inteligencia, incluso de la clase IA subdos». El bañista se había sentado justo en el centro del espigón donde ni las gaviotas le hacía caso y todo a su alrededor tenía la apariencia de un cuadro pintado por El Bosco en uno de sus días de extrema lucidez. «No voy a tener más remedio que chivarme a Cheever», pensó antes de que la noche cerrara la mano y él recordara una vez más, como todos los días y en todos los lugares donde volviera a contarse su historia, que la casa estaba vacía.

(v. 5: La caracola)
En una de sus transposiciones sobre las aguas calmosas de la laguna salada, aunque no sabe si lo ensoñó o realmente el hecho se produjo —casi seguro que fue esto último, pero no conviene alardear—, al bañista se le acercó una caracola y, como quien no quiere la cosa (curiosa frase), entre apropiadas volutas y esperables cornucopias de sentido (ya se ve), el animal le fue resonando palabras reverberadas hasta casi suspender la noción del tiempo. De hecho, en el popurrí se iba mezclando lo pasado a lo presente y podían vislumbrarse jirones del porvenir. Y dijo la caracola: «Fíjate, alma de cántaro, que Da Vinci se ha venido a bañar al Mar Menor. Dicen algunos que ha sido porque sus playas son zen: los bañistas no tienen que hacer nada para mantenerse a flote. Podrían equipararse a las del Mar Muerto, tanto por condiciones de salinidad como por expectativas de destino (ay, ay, ay). Lo no dudoso es que Leonardo se sentiría feliz de experimentar en cuerpo propio las infinitas posibilidades circulatorias y fluidas de su ideal hombre de Vitruvio al tener a su alcance la facultad de extender y prolongar huesos, músculos, tejidos y auras hasta el límite de lo posible, aprovechando una situación tan placentera como poco accesible al humano corriente, cual es la de la casi ingravidez que propicia la extrema salinidad. Siempre ha sido muy fácil nadar en este mar interior. Pero en los últimos tiempos —alguien dice que por efecto de la creciente eutrofización de las aguas, o sea, por el exceso de compuestos orgánicos en ellas— la facilidad para mantenerse a flote es en verdad impresionante. Hasta el punto de que hay bañistas que aprovechan (toma nota, mameluco) para convertir cada jornada de baño en una sesión de yoga donde el hombre —y la mujer, claro, y todos los demás sexos— de Vitruvio estira su cuerpo al máximo e inicia con suaves movimientos su abrazo circular al cosmos, y poco a poco, inspiración, respiración, sin necesidad de grandes facultades ensoñadoras, se va dejando ganar por el síndrome del milagro del mar de Galilea, aquel que llevó al más descreído y cabezón de los apóstoles a andar sobre las aguas como Perico por su casa, y nunca mejor dicho». Y hasta aquí la copia de lo que la caracola me dijo. Cuando salí de sus reverberaciones, la corriente me había acercado al espigón y las gaviotas, reunidas en corro, aunque quizás no fueran todas de la especie reidora, yo diría que se estaban descuajaringando.
Gloria Torner: Gaviota y Caracola, 2015.
Técnica mixta sobre papel. Col. particular
.

(v. y 6: Los Merluzos)
—Buen baño, eh.
—¿Eh! Sí, baño bueno.
—Cereblo verlo por acá.
—Lo mismo digo.
—Más limpio sí parece.
—Hasta las gaviotas lucen más lustrosas.
—Y contentas. Mire esas cuatro.
—Es verdad. No paran de reírse.
—Ja, ja. Lo llevan en el nombre.
—Sí, sí, ja, ja.
—Ya, pero no hay que fiarse.
—Menudo lío.
—Sí, los vertidos.
Atardecer en el Mar Menor, frente a la Isla Perdiguera.
Foto: 
©️ Pacto por el Mar Menor, asociación que lucha por
la salvación de la laguna salada
.
—Y tanto.
—Ser la huerta de Europa sale caro.
—Ya le digo.
—Y que somos muchos.
—Y producimos mucha basura.
—Y ahora, encima, la tontuna esa.
—¿Cuál de las miles?
—¡Hombre, no exagere!
—Las dejo en 999. Pero diga cuál.
—El botellón de yates.
—Ah, la fiesta de barcos.
—Eso mismo.
—En la isla del Ciervo, creo.
—¿No fue en la del Soneto?
—¿Cómo dice?
—Creo que la reunión fue ahí, en el islote del Soneto.
—Desconocía que tal ínsula existiera. ¡Eso se lo ha inventado!
—No, no. Lo vi en un viejo mapa. Hace años.
—¡Primera noticia!
—Pues ya lo buscaré y se lo enseño, ¡desconfiado!
—A ver, si no digo yo que…
—La que está más cerca de la Perdiguera. Esa era.
—Ah, usted debe de referirse a la Isla del Sujeto.
—¿Cómo dice? Ahora es usted el que fabula.
—No, no. Se lo aseguro. Consulte la cartografía de la zona.
—En fin, Sujeto o Soneto, no hay tanta diferencia.
—Y las erratas son el par nuestro de cada día…
—¡Y qué lo diga, qué fatiga!
—Ej caso es que con reuniones de ese jaez…
—Jaez es apropiado, sea lo que sea.
—Parece como si todo se hubiera llenado de extraterrestres.
—¿Y eso?
—Hay que estar muy desinformado para actuar así.
—O tener muy mala leche.
—Ya sabe lo que dice el jefe al respecto.
—¿Qué jefe?
—Bueno, usted ya me entiende.
—No. ¿Pero qué dice?
—Lo del imparable avance de la zombificación.
—Eso lo he pensado también yo muchas veces.
—Eso va a ser que va usted para jefe…
—No le pillo.
—No tiene importancia.
—Más que nada lo que a mí me gusta…
—El palique, ya sé.
—Eso también, pero…
—Cada vez está más crudo.
—… decía que lo más me gusta es ejercer de…
—… de escuchante, de atento interlocutor.
—¡Pero déjeme acabar la frase, hombre!
—Disculpe. Es la confianza...
—Decía que…
—Y las cosas del directo. Pero diga, diga.
—Pues eso, que me gusta ejercer de ser humano…
—Claro, el dibujo animado cansa mucho.
—… convencido del inmenso valor que tiene…
—Sí…
—… no dejarse vencer por los prejuicios.
—Eso es.
—Ni por las cobardías…
—Ahí le ha dado.
—Ni por las deserciones...
—Clarinete.
—… de quienes consideren que todo es consecuencia…
—Diga, diga.
—… de quienes ejercen la por otros llamada funesta manía de pensar.
—¡Bravo! Se lo compro.
—¡Eh, qué dice? Aquí no vendo nada.
—Que estoy de acuerdo. Quiero decir que estoy de acuerdo
—Sentido común, más que nada.
—¿Nada ha dicho?
—¡Eso mismo!
—¿Y a qué esperamos?
—¿A nadar?
—¡A nadar!
—¡A nadar!!
El bañista, completamente relajado e inadvertido gracias a su lograda forma de hacerse el muerto, pudo asistir con total discreción y casi ensimismamiento al diálogo de dos muy cualificados compañeros de playa y tomó buena nota de su diálogos. Y aquí nos los deja, convencido (me confiesa) de que la pequeña serie de miniaturas del Mar Menor por fin podrá darse por cerrada. Al fin y al cabo, aunque sean sujetos de pesca de altura, los merluzos se mueven como peces en el agua en cualquier superficie húmeda. Digo yo.
(LUN, 651, 650, 650bis, 648, 640 y 639 ~ Variaciones en Mar Menor + «El retorno de los merluzos»).



martes, 30 de agosto de 2022

Prensa impresa

(En voz alta). La paulatina y ya definitiva (salvo milagro o extraño bucle) pérdida de la prensa en papel es un hecho de una importancia sociocultural cuyo impacto creo que aún no se ha valorado en su verdadera importancia. No es sólo que se haya perdido una forma más consciente y reflexiva de acceder a la información, sino que se ha desdibujado hasta extremos no fácilmente cuantificables el papel del periodista como mediador fiable y contrastable, al tiempo que se ha volatilizado, por exceso de basura, el marco común de referencia que suponían los periódicos impresos, una función que difícilmente pueden desempeñar hoy, aunque sean en parte las mismas cabeceras, los contenidos líquidos y las caóticas siembras de novedades de los digitales. Montano se remonta aquí al año 1982: una fecha tan anterior aún a la eclosión de Internet —y, más todavía: a la proliferación imparable del móvil— que bien puede considerase pura prehistoria… de la posthistoria de batiburrillo y calamidades que estamos viviendo. Aunque me parece que a esa reflexión no se asoma el ponente. Sospecho que por exceso de nostalgia, ese dolor.

lunes, 29 de agosto de 2022

LA CUENTA ATRÁS

Buda-reloj. Detalle.

«Sólo existen dos días en el año en que no se puede hacer nada. Uno se llama ayer y el otro mañana. Hoy es el día correcto para amar, creer, hacer y principalmente vivir». Transcrita la frase en su cuaderno de bambú, el gurú miró la hora en su Rolex de oro y se puso a darle cuerda con el monótono gesto maquinal que tanto placer le causaba. «Por si acaso», se dijo. Pero esto no lo anotó.

(LUN, 641 ~ «Cuentos absurdos»)

domingo, 28 de agosto de 2022

LAS COSAS DE NOSTRA

 EL PASO

Cartel del estreno en España de Frau in Mond (1929), de Fritz Lang,
una de películas pioneras de la ciencia ficción,
paso importantes en la senda de los grandes hallazgos de Méliès,
al que se debe la imagen inaugural de la luna-mujer en una pantalla.
Con Gerda Maurus, Willy Fritsch, Fritz Rasp, Klaus Pohl y Gustav
Von Wangenheim, entre otros. Puede verse en Filmin.

«La humanidad da el primer paso para que una mujer camine por la Luna», lee en voz alta Nostra en su banco de la Plaza. Y comenta: «De modo que aquel ‘pequeño paso para el hombre’, que dijo Armstrong, por fin se puede convertir ‘en un gran salto para la humanidad’». Todos le escuchamos con atención. Aunque no faltan, en el corro de los chismosos, las voces “críticas”. Como la de Pipe el de los Frutos Secos: «Hasta que no se llegue también al Luno, no habremos salido de pobres». Pero Nostra entra al quite: «No seas tan quisquillosamente inclusivo, chaval, que por encima de todo ha de brillar la luz de la inteligencia». Y ya puesto, Nostra sigue, enfático, burlón: «Y digo yo, el Armstrong ese, cuando lo del alunizaje, ¿no iría dopado?». Risas en la plaza. Como son, pese a las engañosas apariencias, gente ilustrada, terminamos hablando de Fritz Lang. Un nivel. «¿Y de L’Angliru… qué?», apunta el Enano de Ébano, que no se pierde una. Así que no tengo más remedio que intervenir: «Este año no toca. Pero tenemos Les Praeres». «¡Buen verde debe de haber por ahí, eh, guaje!», apostilla Nostra. Más risas. Y luego, cada mochuelo… a su vuelo.
(LUN, 642 ~ «Las cosas de Nostra»)

sábado, 27 de agosto de 2022

Vila-Matas en Montevideo

(Al filo de los días). Con de la etapa de La Vuelta de fondo, leo la entrevista que en Babelia le hacen a Vila-Matas en relación con el inminente lanzamiento de su nueva obra, Montevideo. Del máximo interés, todo. Siempre suenan a revelaciones recién conquistadas las palabras de don Enrique y, como suele, desliza tantas pistas potables entre ellas que a uno se le pone el olfato canino a tope y empieza a fantasear, sin salir de la realidad, que ya es por sí sola el gran misterio. He dejado la entrevista plagada de subrayados mentales —en palabras como trasplante, desaparición, puerta condenada, Borges contra Sancho, Bioy y Cortázar, los fantasmas verbales que no cesan de perseguir al escritor, la inconveniencia de las explicaciones …—, también bajo alguna curiosa construcción sintáctica claramente errónea —“como si no le hacía gracia”— y seguramente los acabaré resaltando de facto y hasta copiando en mi cuaderno. Tengo comprobado que las lecciones de uno de los escritores más estimulantes del presente continuamente en fuga son siempre —y aquí utilizaré una expresión que aparece en otro contexto bien distinto pero solo dos pliegos más atrás— “de largo recorrido”. Otrosí obvio: Montevideo es la patria chica de los montevideanos. Y no digo más, que luego todo se sabe. Si el enlaza no funciona por lo de las restricciones de la prensa digital, un simple aviso y fotografiaré lo mejor que pueda los papeles y los colgaré aquí debajo. Me vuelvo a La Vuelta. La etapa de hoy promete mucho.



LEÍ MIEL


Anna Karpowicz-Westner: Nude on a Blue Couch, 1994-1998. Col. Particular.

Era sólo una palabra muy dulce.
Sólo muy dulce era una palabra.
Una palabra muy sólo dulce era.
Palabra dulce muy era una sólo.
Muy dulce palabra sólo era una.
Dulce era una palabra sólo muy.
(LUN, 643 ~ «Amo idioma/Dados»)

viernes, 26 de agosto de 2022

Leyendo en el Parque

(Al filo de los días). Llego al filo de la hora de cierre a entregar los libros del verano a la Biblioteca del barrio. La proba funcionaria —aunque podría, no diré su nombre— ya ha cerrado la sesión y se enfada porque aún quedan más de cinco minutos para que se cumpla el horario reducido del verano, más reducido aún durante el mes de agosto. Iba a hacerle una pregunta pero su mirada de hiena me disuade y me marcho como oveja esquilada, no vayan a buscarme de nuevo las cosquillas. Cómo está el patio. Por fortuna, de salida, en la “mesa de esquilmes”, me salen al paso dos volúmenes aún en muy buen estado de Cristina Fernández Cubas (nada menos que El año de gracia” y Todos los cuentos): pa’ la bolsa! Se me cruza la idea de volver y darle a la proba funcionaria incluso un beso por tan buena suerte. Pero seguramente ya no esté, aunque tampoco me vuelvo a comprobarlo. Ni el horno para bollos.

Salgo a la calle y me acerco al parque de Berlín. En uno de los libros que he renovado, Las sílabas del gran Gonzalo Rojas, me sale al paso este poema por el que en más de un lugar que yo me sé lo hubieran lapidado… verbalmente (al menos de momento). Tiempos raros, muy raros. Casi toda la gente con la que me he cruzado en la última media hora va pendiente de su teléfono móvil. Yo mismo escribo en él estas palabras. Menos mal que Rojas, astuto o tal vez sólo inocente, perpetra al final de su poema fenicio un “personaja” que pone su reloj en hora con un tiempo que tanto se parece… ¿al final de los tiempos? Hay muchos niños, niñas y jóvenes (¡y jóvenas!) jugando en el parque. Las cotorras —ya no diré argentinas— no paran de cotorrear. Ancianas bien vestidas pasean de la mano de cuidadoras indígenas. La vida al atardecer de un viernes de finales de agosto, en un parque, en un rincón de mi mente que no cesa de reconocerle a Kafka su clarividencia.

Y a seguir barajando.

El poema (cuya foto, aunque de mi autoría, acabará desapareciendo de aquí)
es el titulado "Qedeshím Qedeshóth". Quede constancia.