domingo, 31 de mayo de 2020

Clint Eastwood a los 90

Eastwood en febrero de 2007. EFE/EPA/JoOHANNES EISELE
(En voz alta). No tengo ninguna duda de que una de las mejores películas de la historia del cine (que ya toca a su fin tal como hasta ahora la hemos conocido, si es que no ha terminado ya) es la que se podría hacer uniendo y editando una cuidada selección de secuencias de los títulos en los que, como actor, director, productor, o a menudo entrambas tres y más cosas a la vez, ha intervenido el hoy nonagenario Clint Eastwood. «El mundo se divide entre los que llevan el revólver cargado y los que cavan», dice en una de las cientos de frases memorables que le hemos oído pronunciar en la gran pantalla (la mayoría de las veces doblado magníficamente por el inolvidable Constantino Romero), ese marco o paisaje natural en el que tantas veces nos ha hecho felices. Gracias, Jinete Pálido, pocas cosas en las grandes salas nos han cautivado tanto como la verdad artística, también a menudo la inmensa humanidad, de muchos de sus personajes.

Amanecer

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Adam Elsheimer: Aurora, hacia 1606. Herzog Anton Ulrich-Museum, Brunswick (Alemania).
(Soliloquio desdoblado)
—No está nada claro cuál sea la verdadera sustancia de la luz.
—Ni siquiera si la luz está más allá de nuestros ojos.
—Ni si lo verdadero es algo más que una quimera.
—Ni si la quimera importa al fondo mucho.
—¿Y qué decir entonces del insomnio?
—Tampoco es improbable que sea sólo un sueño.
—Un sueño que se empeña en negarnos el placer de soñar.
—O viceversa.
—Puede que estemos al borde de un azar resbaladizo.
—Y hoy parece haber amanecido el domingo postrero de las dudas.
—Si es que, a estas alturas asonantes, significa ya algo el calendario.
—Y una pregunta al fin subiendo con el sol...
—Al borde del abismo, ¿quién nos pedía dar un paso al frente?

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sábado, 30 de mayo de 2020

Los belfos de Hitler: un Trump l'oeil

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(Al hilo de los días). Anoche, viendo en televisión el discurso de Trump, más atento a sus gestos de ojos entrecerrados (como dos “puñalás”) y labios botarates, por no hablar ya de la indescriptible panocha capilar, sentía, además de un indisimulable rechazo físico, una incomodidad de no fácil identificación. Un grave malestar de fondo. Pues bien: esta portada de Time* hace que por fin pueda identificar mis sentimientos y sensaciones. Genial. Y una cautela: es probable que Trump todavía sea ‘sólo’ el bigotito y los belfos del terror. Habrá que ver de qué modo es posible evitar que lo que de momento parece un mero Trump l'oeil se convierta en el rostro entero. 


*NOTA: Parece ser que la portada de Time no es de Time sino un montaje. En todo caso, un buen montaje. Aunque hay que ponerlo en su sitio. No sería la primera vez que una falsificación (fake) se convierte en una obra de arte. Quede constancia.

Yo la tomé de un tuit de mi condiscípulo el escritor Manuel Rivas. Mi amigo el poeta y funambulista ubetense Miguel Cobo, que también picó el anzuelo, es el que me avisa del embrollo. Creo que, en todo caso, aquí  viene bien el conocido tópico de «Se non è vero, è ben trovato». Digo.

El órgano

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«El Capitán Nemo tocando el órgano», grabado de Henri Théophile Hildibrand, 1877.
En aquellas días no era infrecuente que, por propia iniciativa o al hilo de algún estímulo que llegara a sus ojos, se sorprendiera a sí mismo poniendo todo su afán en emprender repentinas caminatas verbales que a menudo quedaban colgando, como estalactitas, de la cueva en penumbra de su mente. Era lo que desde entonces dio en llamar los «paseos gratuitos para que la función engendre el órgano». «Siempre —solía añadir, no sin algo de sorna— entendiendo “órgano” en el sentido musical de término».
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viernes, 29 de mayo de 2020

Un cine que se acaba

Los ojos fascinados de Ana Torrent en El espíritu de la colmena, de Victor Erice.
(Al filo de los días). Leo con interés esta especie de elegía que Carlos Boyero dedica a las salas de cine, no sé si también —yo así lo creo— al cine tal como lo hemos conocido hasta ahora, aunque durante algún tiempo aún se siga proyectando en salas. Y es que, en efecto, el llamado séptimo arte digno de ese nombre, como ya han puesto de relieve críticos e incluso cineastas —Erice, entre otros—, tal vez sea ya cosa del pasado, derrotado definitivamente por un neogénero que guarda con él cierta filiación —imágenes en movimiento para contar una historia— pero que ya no coincide ni en la manera de concebirlo, producirlo, desarrollarlo ni, sobre todo, de «consumirlo».

En mi caso particular —y algo he escrito sobre ello— fui muy consciente de que esa despedida se produjo al asistir hace unos meses al estreno de El irlandés, la última de Scorsese, en una pequeña sala de Madrid y en medio de un patio de butacas lleno de espectadores cuya edad media seguro que sobrepasaba los 70 años. Había que estar muy ciego para no entender lo que aquello significaba: ya casi una sesión póstuma, si no todavía del espectador (confío en que así fuera), sí por completo del tipo de espectáculo, del milagro de la sala oscura, del viejo rito de ir al cine. Que se podrá seguir manteniendo durante algún tiempo, pero ya será otra cosa.

Y lo será porque, como bien pone de relieve la propia película de Scorsese, las historias cinematográficas ya se conciben y se ruedan bajo los criterios de un tipo de narración que, la mayoría de las veces, está más cerca de los hábitos de audiencia impuestos por las series y los telefilmes que según los viejos criterios narrativos de atención mantenida, despliegue demorado de la complejidad, dibujo minucioso de perfiles psicológicos, retratos de conciencia, ejercicios de suspense sin exceso de tramoya, etc. En fin, toda una amplia gama de cambios no sólo accidentales que, si bien muchas veces resultan imperceptibles por la continuidad de la experiencia, en el fondo explican las muy diferentes sensaciones que el espectador de cierta edad y gusto no estragado tiene ante la cinematografía actual, sin que ello implique no saber apreciarla, disfrutarla y valorarla como se merece. Sólo que ya no es —ya no es— lo mismo.

Enea

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Marcelo Grande: Cosiendo en el patio, fecha indeterminada. Col. Particular.
Cuando “la” calor asoma su zarpa, como ya ha ocurrido algunos de estos días, a él se le viene a la memoria, y casi se le pone ante los ojos, el corro de las madres y vecinas que —como es lugar común— con la fresca sacaban sus sillas a las calles empedradas y, con ágiles agujas y lengua indómita, capaces eran de ponerle un remiendo a cualquiera de los destrozos de nuestros rudos hábitos de juego, al tiempo que le tejían un buen traje, a medida y con las sisas y las risas muy bien puestas, al mismísimo lucero del alba. Ah, si las sillitas de enea pudieran hablar...
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jueves, 28 de mayo de 2020

Marcelo Grande

(En voz alta). Buscando información sobre una obra del pintor Marcelo Grande, recientemente fallecido, he dado con este vídeo del canal de Gato Nando que reúne un número de obras suficiente para subrayar el gran interés de su pintura, una faceta que tal vez quedó un poco eclipsada por su dedicación profesional como director artístico de películas y montajes teatrales y operísticos.
El vídeo se acompaña de esta nota biográfica: «Marcelo Grande (Tomelloso, 14 de octubre de 1945 - 14 de mayo de 2020) comenzó sus estudios en Tomelloso y Ciudad Real hasta llegar a Barcelona para estudiar en la Escuela de Artes de Sant Jordi. Ha dedicado toda su vida al diseño de vestuario y a la escenografía en cine y ópera realizando más de 15 montajes con Mario Gas en el Liceo de Barcelona y en el Teatro Real de Madrid. En el cine, fue director artístico de varios filmes, recibiendo el Goya por el diseño de vestuario en “Si te dicen que caí”. Su pasión siempre ha sido la pintura, desarrollando una actividad artística fuera de lo común, con absoluta libertad, y con una creatividad fabulosa. Así lo demostraban sus estudios de Tomelloso y Casafort (localidades en las que residía), repletos de sus pinturas, de ese color único, las contundentes texturas, de esa técnica tan particular que hacía de Marcelo Grande un artista sin igual».