martes, 14 de julio de 2009

Calor metálico

No soy amante del heavy metal, pero me gusta Metallica. (Bueno, también siento ahora cierta extraña añoranza por Leño, a los que sólo vi una vez... hace ya tanto). No me hubiera importado estar ayer en el Palacio de los Deportes, en Madrid, difrutando de una estética que conjuga los estertores de los videjuegos más siniestros con el olor sólido de nuestra época hiperpetrolífera. Y que contiene signos visibles de un romanticismo salvaje y de pureza apocalíptica. Estruendo limpio. En lo puramente personal, el heavy tiene para mí un nombre mítico y amigo, el de Juan Pablo Ordúñez, un personaje clave de la radio-rockera española, universalmente conocido como El Pirata. Este vídeo caluroso lo enciendo en su honor... ¡y a la memoria de los viejos nuevos tiempos!

jueves, 9 de julio de 2009

Días del mes de julio

London Eye © Andrew Bossi


Vuelve con la ilusión cada verano
de una epopeya que me compra el alma
esa explosión del músculo, el hechizo
que corona la cumbre y baja al llano.

Yo era niño en los tiempos del Caníbal
y me llené de sangre bajando el Col de Mente.
Vi las sombras peladas de l’Aubisque
y la muerte en directo en Mont Ventoux.

Hay que oírlo, señor, para creerlo,
cómo cuenta el dios Ares la batalla,
con pulsiones que erizan el paisaje.

Y el sudor y los gestos y los gritos,
la elegancia que cruza por la cima:
Luis Ocaña, Perico e ¡Induráin!


(Pero ha pasado el tiempo
y –vamos a soñarlo– el reinado de Armstrong
no tendrá vuelta atrás.
Tras los sonados triunfos
del gallego Pereiro y el gran Carlitos Sastre,
aquí está ya, de nuevo,
¡Alberto Contador!)


Contextos
(Para no aficionados y, por tanto, muy improbables lectores, pero … qui dira les torts de la rime?)

Imagen superior: «El ojo de Londres», la gran noria panorámica cercana al Támesis. El deporte inglés (salvo algunas excepciones) no ha dado grandes ciclistas. Pero en el centro de Londres se alza el mayor homenaje visual al mundo de la bicicleta. Imagen tomada de Wikipedia.

El Caníbal era el nombre que la prensa deportiva de la época le dio al belga Eddy Mercks, probablemente el ciclista más completo que haya existido nunca.

Descendiendo bajo la lluvia el Col de Mente, una caída privó al campeón español Luis Ocaña (el héroe deportivo de mi infancia) de la posibilidad de ganar el Tour de 1971 y batir a Mercks con absoluta claridad, pues le aventajaba en la clasificaciòn general en más de siete minutos. Aunque Ocaña ganaría el Tour de 1973 (sin la participación de Mercks), algunos piensan que el gran ciclista conquense, afincado en Francia, nunca llegó a recuperarse moralmente de esa desgracia. Se suicidó en 1994.

El Tour, junto a imágenes de una belleza inusitada, también ha producido secuencias terribles. Las de la muerte del británico Tom Simpson, en el Tour de 1967, en las rampas del Mont Ventoux, quizás sean las más estremecedoras.

Espero que el gran periodista que es Javier Ares no se enfade por divinizarlo aprovechando la coincidencia de su apellido con el Marte griego. Pero la verdad es que sus relatos radiofónicos de las etapas del Tour (muchas veces escuchados mientras atravesaba en coche la insolada llanura manchega camino del Mar Menor) son lo más parecido que puedo imaginar al relato oral de una vieja epopeya.

La Red está plagada de imágenes y documentos del máximo interés sobre el Tour de Francia, un acontecimiento que (no sé si es preciso insistir en ello) considero la más alta y esforzada expresión del deporte competitivo... y el verdadero anuncio de que el verano es ya irremediable. Siempre lo he seguido con atención y le debo grandes emociones. Espero que este año se repitan. Allez, Contatour!!

lunes, 6 de julio de 2009

Agua fresca

La música de Triana, uno de los grupos pioneros del flamenco-rock (y para mi gusto el que con mayor acierto consiguió una fusión equilibrada y con carácter propio), no envejece con el tiempo. O, si lo hace, lo hace con arrugas tan verdaderas y cálidas que no son más que nuevas razones para seguir amando sus canciones.

Los ritmos y las letras de Triana no sólo eran una novedad radical en el mundo del flamenco, con el que indudablemente entroncaban. Al mismo tiempo, abrían una veta hasta entonces inédita (o casi) en el horizonte de la poco menos que inexistente música progresiva ibérica.

Detrás de Triana y de la personalidad de su líder, compositor y vocalista, Jesús de la Rosa, estaba la sugestión de la psicodelia subrayada como una apertura de "las puertas de la percepción" asociada, con osadía sin duda frívola pero también huxleyiana e inevitable, al consumo de determinadas sustancias. Pero a la vez –y sin que fuera un asunto distinto–, latía allí de modo evidente la necesidad de rebelión frente a un negro panorama político y social asfixiado por la interminable agonía del franquismo.

Triana abrió nuevos caminos, dejó fluir el agua de otra forma. Un ejemplo de ello es este tema, En el lago, incluido en la cara B de su primer disco, El patio (1975). Un oasis para la canícula, un sorbo de agua fresca, pese al paso del tiempo y la no excesivamente buena calidad de la grabación. Y con palabras que siguen conmoviéndome aunque suenen ya como una profecía autocumplida: «Creo recordar que por la noche el pájaro blanco echó a volar en nuestros corazones en busca de una estrella fugaz…»

Carátula de El patio, diseñada por Manolo Moreno, tomada del blog ya inmóvil pero aún consultable UnDiscoAlDía.

jueves, 2 de julio de 2009

Hiperreal Madrid


Estadio Santiago Bernabéu. Imagen tomada de Bawash College

Es lo que tienen lo seres superiores. Y más aún si a esa condición unen la de traficantes de sueños. Donde el común de los mortales solo vemos humo y charlatanería, ellos olfatean una gran fumatta, blanca por supuesto: el primer paso de un nuevo papado repleto de gestos que ya son grandes triunfos antes de que comience siquiera a rodar la bola (¿quién se acuerda a estas horas de lo conseguido casi ayer mismo por el Barça?).

Así va cabalgando Florentinus II, a lomos de su recuperada condición de Gran Padre Blanco, en el mes inaugural de su segundo reinado. Y mientras compra compulsivamente, lo que realmente está ocurriendo es que se afana sin pausa en vender espectacularidad preñada de su propio espectáculo, realidad virtual que no necesita de cascos ni de artilugio alguno, ya que es solo la ilusión infantil (y en todo amante del fútbol sigue vivo un niño, a veces hasta media docena) su primer y verdadero motor, el proyector y la pantalla.

La patente necesidad de hiperrealidad emocionante y patética explica acontecimientos asombrosos como el de los casi 50.000 concentrados en el estadio Bernabéu para asistir a la puesta de blanco del brasileño Kaká, y los que acudirán a próximos eventos similares, que sin duda batirán nuevos récords. Si bien se mira, es un fenómeno de pura magia: nada por aquí, nada por allá. Todo está vivo y palpitante en vuestros músculos cordiales, muchachos.

Dicen los sismógrafos más sensibles del Foro que detrás de la Puerta de Europa, camino del Norte, se están dejando sentir el temblor y una clara oscilación de los cuatro nuevos gigantes del cielo madrileño: las Torres Figo, Ronaldo, Beckham y Zidane, altivamente alzadas donde antes estuvo la Ciudad Deportiva. ¿Alguien es capaz de imaginar en qué acabarán transmutados los centenares de millones de euros con que se está edificando lo que algunos llaman el FlorenTeam y otros empiezan a temerse que pueda concluir como un FlorenTimo? ¿Estaremos a punto de penetrar en la décima dimensión?

Lo cierto es que, más que nunca, al Real Madrid se le está poniendo un aura hiperreal. No tanto por imaginación y exceso de subrayado de los perfiles (que también) como por haberse convertido en un gran zoco, un bazar de azares, un megahipermercado donde parece que lo que más se valora es lo más valorado por ser lo más costoso. Quizás sea ese el punto de destino al que por fuerza habría de arribar la aventura de quien fizo de la traición ajena (Figo) el santo y seña de su busca de gloria. Nada nuevo, es verdad, pues mercenarios y mercaderes ha habido, hay y habrá siempre, y por todas partes, pero acaso nunca exhibieran tan obscenanente la pura desnudez de su negocio. Eurofútbol es un nombre justo para el nuevo ¿deporte?, el fúbol del euro.

Abran paso, señores, que aquí llega, flanqueado por sus animales heráldicos (lobos, chacales, buitres), el cortejo de Florentinus II, el de la voz meliflua y los dedos auríferos, ese ser sin duda diferente al que en la intimidad sus incondicionales, al parecer, llaman el Obama Blanco. Y él, dicen, asiente complacido, complaciente, mientras que en su rostro se dibuja la máscara de los antiguos emperadores romanos cuando daban o quitaban la vida en el circo.

viernes, 26 de junio de 2009

Tópico 5

Caspar David Friedrich: Tree with Crows, 1822 (Museo del Louvre).

Soñé con un paraje desolado donde las ramas desnudas de los árboles comenzaban a poblarse de cuervos. // Soñé que el sol había iniciado su declive y que el aire y el cielo iban tomando ese denso color de vidrio opaco que es el anuncio de la luna llena. /// Soñé que más allá de la raya cenicienta que sostenía el paisaje sobre la doble giba de los montes musgosos crecía sin cesar un gran estruendo de pisadas y aullidos como si una manada de criaturas infernales y monstruos aún humanos se estuviera acercando para iniciar la orgía interminable del fin del mundo. //// Soñé que aquella máscara risible del horror era el rostro de una nueva tristeza. ///// Soñé que estuve allí hasta que el ángel negro que vigila mis sueños se me acercó con paciencia infinita y me dijo al oído: «Despierta, dormilón. Son ya más de las doce.»

Mientras desayunaba mi colacao con crispis (¿o fue acaso una tostada con nocilla duo?) supe que la noticia había dado ya la vuelta al mundo:

«Ha muerto Peter Pan. A los cincuenta. Por una sobredosis de deseo de eterna juventud.»


jueves, 25 de junio de 2009

El lazo

Nueva Estación de Cercanías de Sol en Madrid. Imagen procedente de una fotogalería de El País.com

Antes de que se me adelante Fernando Beltrán, gran inventor de nombres, y sin olvidar lo que escribió Javier Marías en una columna llena de sensatez cuando se iniciaba la obra (no recuerdo si todavía vestíamos pantalón corto, tal vez fuera como ahora verano), quiero hacer pública una ocurrencia por si alguien tiene a bien plagiarla y, rod@ndo y enred@ndo, puede llegar a buen puerto.

Héla aquí. Creo que el templete de acceso de la nueva Estación de Cercanías de Sol, en Madrid (que será inaugurada el próximo sábado 27, festividad de san Cirilo de Alejandría, muy santo varón al que no hay que echar la culpa de la idea ni de los años de retraso en culminarla), no debería llamarse, como se está apuntando en algunos foros, ni la Ballena, ni la Tortuga, ni el Cascarón, ni la Caverna, ni el Iglú, ni el Cacharrón... Ni tampoco «las Tetas de la infanta en la playa», tal como me pareció que proponía un conocido cómico en un programa de radio. Y mucho menos «¡Los huevos de Gallardón!», según defendió otro contertulio con énfasis e intención no del todo discernibles. Ni siquiera encuentro apropiado llamarlo «El muñeco del Messenger», con ser ésta una acuñación fresca, juvenil y bien vista (sobre todo desde el aire).

Me atrevo a sostener que un buen nombre para esta «deslumbrante» (en opinión de los vecinos, que no parecen darle al adjetivo un valor encomiástico) estructura de acero y cristal a la que Esperanza Aguirre ha comparado con la Pirámide del Louvre (ella sabrá por qué) es, como el avispado lector habrá asdivinado, El lazo, o tal vez El Lazo, con mayúscula individualizadora. El Lazo de Sol, en su designación completa.

Admito que el nombre puede resultar un poco blando, tal vez algo soso en su laconismo, pese a que arrastra indudables sugerencias reposteriles (“La Mallorquina” no anda lejos).

Pero hay unas cuantas razones de diverso pelaje para justificar la propuesta. Las anoto.

Visual. La apariencia de las dos cúpulas que forman el templete de acceso al vestíbulo de la nueva estación, aunque disímiles, sugiere sin necesidad de forzar mucho la imaginación la forma de una lazada, tal vez trazada con la impericia con que la anudaría un niño en sus zapatos nuevos, o como aparece en las pajaritas con que suele exhibirse Fernando Arrabal.

Semántica. La palabra “lazo” designa con exactitud la función para que la nueva infraestructura ha sido ideada: servir de punto de enlace rápido, en sólo tres minutos y a través del llamado «Túnel de la Risa», entre las estaciones de Chamartín y Atocha, y en consecuencia, entre el Ave y la red de transporte metropolitano.

Práctica. Es un nombre corto y fácil de recordar «Nos vemos en El Lazo», «Quedamos en (el) Lazo», «En el Lazo, a las cuatro»… Además soporta bien, e incluso impulsa, variantes de pronunciación acordes a las distintas hablas y peculiaridades de la actual ciudadanía madrileña, tan rica y variopinta: «El laso», «Er lazo», «Ej lasso»... Hasta admite piruetas al gusto castizo: «¡La lazá!» Y una contracción sabrosa: «El Sol-azo»…

Heráldico-cabalístico-festiva. Un lazo contiene la imagen de una madeja, viñeta de gran valor heráldico y que además dibuja el símbolo del infinito (condición peculiar de Madrid donde las haya), amén de estar formado por la conjunción de dos ceros, lo que cobra un especial valor al situarse la obra justo al lado del km O del que parten todas la carreteras del país, en un espacio donde cada fin de año los cuerpos se enlazan en festiva danza para celebrar que al año viejo le sucede el nuevo, otro enlace (admito que la última deriva está un poco traída por los pelos, pero es que precisamente por eso a la ocasión la pintan calva).

Desiderativa (aunque ilusoria). ¿Se imaginan que este lazo anudara adornándolo el paquete en el que un Madrid ya definitivamente acabado y con todos sus tesoros a buen recaudo nos fuera por fin regalado (devuelto) a los madrileños y a todos los visitantes? (Fin del sueño.)

Como se ve, explicaciones no faltan.

Sin embargo, he de confesar que la razón que me parece más poderosa es fruto de la música del azar. La contiene de forma tan clara la crónica de El País cuya lectura me ha sugerido estas líneas que, como suele suceder con los mayores secretos, corría el riesgo de pasar inadvertida. Y es que, en efecto, ahí está brillando, como una perla en el centro de una concha (¡ostras, otra idea!), el nombre propio, todo un verdadero ready-made verbal listo para su uso.

Ya veremos lo que nos depara el futuro y en qué queda el nombre de la cosa. En estos casos suele ser la voz del pueblo la que dice la última palabra.

lunes, 22 de junio de 2009

Los años del Johnny


Entre los años 1974 y 1976, durante dos cursos, fui colegial del Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, el popular Johnny cuya pervivencia, tras 43 años de ininterrumpida presencia en la vida universitaria y cultural del país, está ahora amenazada, tal como han puesto de relieve estos días numerosos medios.
Nunca podré olvidar la rica experiencia que me aportó vivir en este colegio, que en muchos aspectos fue para mí un auténtico centro de iniciación cultural y vital: al cine, al teatro, a la música, a la convivencia, a la actividad de grupo con acento civil, plural y democrático (suena a obviedad política, pero entonces era una peligrosa reivindicación). Sé, además, que ha seguido desempeñando un papel similar para las sucesivas generaciones de estudiantes que han pasado por sus escuetas dependencias. Y por todas partes hay testimonios, y muy cualificados, de la importancia que el Johnny ha tenido a lo largo de estos años como foco cultural y, de forma notable, como lugar de referencia para el jazz, el flamenco y otros géneros a través de su afamado Club de Música y Jazz, cuyo alma máter ha sido siempre Alejandro Reyes.
Hoy resulta difícil hacerse una idea precisa de lo que un lugar abierto y libre –aunque muchas veces lo fuera de forma clandestina– como el San Juan podía suponer en la España efervescente pero todavía dictatorial, gris e incluso aterrorizada del último franquismo y los años confusos de la pretransición. Para muchos jóvenes de entonces (y sin duda más para quienes veníamos de provincias), la experiencia de vivir en lugares como el Johnny resultó decisiva. Varios de estos colegios, incluso por encima del papel de las Facultades universitarias, fueron los verdaderos foros académicos que nos permitieron ampliar nuestra sensibilidad en todos los sentidos, la palanca del despertar de inquietudes, incluso la pista de despegue del camino profesional y vital seguido después.
El Johnny que recuerdo fue un lugar en el que floreció un espíritu de convivencia no carente de sombras pero inolvidable y de veras educativo, apasionadamente polémico muchas veces, siempre plural y enriquecedor. Cómo olvidar las maratonianas asambleas nocturnas de aquellos años, con su cariz político inevitable, pero en las que se discutía de todo lo discutible a lo largo de un larguísimo viaje que podía iniciarse con los fenicios (o sea, en el mismo bar), continuar en las Cortes de Cádiz (el elemento andaluz siempre tuvo un especial predicamento) y, tras recalar en la URSS postestalinista o en la China de Mao, saltar a los campos de Vietnam arrasados por el napalm, tal vez demorarse un poco en espacios nórdicos de posible entendimiento (Suecia como ejemplo fiable de la socialdemocracia), al tiempo que, de cara al objetivo compartido por todos (derribar la dictadura), no se perdía de vista que al otro lado de los Pirineos, además de Perpiñán y sus últimos tangos, estaban París y la aún reciente explosión juvenil de Mayo del 68 que nos había provisto de eslóganes imaginativos, un horizonte libertario... y muchas lecturas farragosas.
Tampoco se olvidan las ocasiones en que la policía, con sus acongojantes lecheras enrejadas, cercaba el colegio y nos desalojaba por la fuerza y sin contemplaciones, en calculadas medidas represivas que a todas luces eran un escarmiento ejemplarizante contra las protestas universitarias. En uno de aquellos asaltos viví escenas que, junto con algunas otras soportadas a las puertas de la Facultad de Ciencias de la Información, forman parte de mi memoria personal de la brutalidad.
Pero lo que recuerdo con mayor viveza es la frenética actividad cultural. En mis años del Johnny –que no fueron solo los que allí viví como colegial, pues seguí acudiendo a las actividades durante algún tiempo– pude descubrir, muchas veces también en maratónicas sesiones sin horario, una parte importante del cine que sigo valorando (aunque con excepciones que hoy me huelen más bien a cuerno quemado): Pasolini y el neorrealismo italiano, Truffaut y Louis Malle (más que Godard) y la nouvelle vague francesa, o cinema novo brasileiro, el free cinema británico, los grandes maestros rusos, el cine independiente de USA, Bergman, los musicales de los Who…, sin olvidar algunas joyas del cine mudo, a los Marx, ni a Buñuel o Víctor Erice, tan deslumbrante desde su primera película.
Pude ver (y en parte contribuí a organizar, en sus aspectos meramente prácticos, como miembro de infantería de la comisión de teatro) los estrenos de grupos que ya entonces, y acaso más que ahora, se consideraban míticos: Living Theater, Roy Hart, los inolvidables Bread and Puppet con su fascinante combinación de actores y marionetas, La Cuadra, Tábano… Mi afición al género dramático, que años después me llevaría a escribir crítica teatral (para Los Cuadernos del Norte), se consolidó entonces. Pude escuchar a grupos musicales como Gwendal, Quilapayún, Triana… Asistí a estrenos de música vanguardista comprometida como el Gaudium et Spes-Beúnza que Cristóbal Halffter dedicó al primer objetor de conciencia, o los atonalismos (de difícil apreciación para mi oído) del grupo Koan.
Lamentablemente, no estuve presente en ninguno de los legendarios recitales de Camarón (entre ellos el que sería el último), pero sí pude asistir a reuniones flamencas inolvidables al lado de mi colega Virgilio Pérez-Clotet, rondeño cabal, que hacía honor a su nombre en los para mí muy desconocidos territorios del jondo. Aún recuerdo su enfado por la escasa asistencia de público a un recital de Bernarda y Fernanda de Utrera, dos cantaoras que ya por entonces eran una leyenda viva del cante. Asimismo, entré por primera vez en contacto con el mundo del jazz, con el pianista Tete Montoliu como principal guía de emociones (algunos sostienen que los conciertos del pianista ciego en el San Juan han sido lo más relevante de toda la historia musical del centro).
En las ascéticas habitaciones del Johnny mantuve algunas de las conversaciones sobre literatura más apasionadas, largas (podían durar días), enrevesadas e ingenuas que recuerdo. Junto con el poeta Ángel Sánchez Pascual –que ganó el premio Adonais de 1975, en la misma convocatoria en que me concedieron un accésit: no creo que haya vuelto a repetirse la azarosa circunstancia de que dos galardonados del mismo año en este premio vivieran bajo el mismo techo–, organizamos un Aula de Poesía que logró cierta audiencia. También en el San Juan tuve la fortuna de hablar por primera vez con el poeta Claudio Rodríguez. Y, años después, ya como ex colegial, oí explicar a José Ángel Valente su comprensión –comunión sería palabra apropiada– del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz y le vi (o creí verlo) alzarse un palmo sobre el suelo cuando concluía su intensa evocación «a vista de las aguas».
Algunos de mis amigos siguen siendo los que conocí en el Johnny en esos años. Con otros muchos he ido perdiendo el contacto, pero el recuerdo sigue vivo y emerge a poco que se produzcan circunstancias favorables.
Ahora, por razones confusamente explicadas (la necesidad de remozamiento del edificio), sobre la supervivencia del Johnny pesa una grave amenaza. Hay motivos para sospechar que detrás de la decisión puede esconderse el mismo tipo de intereses especulativos que se han llevado por delante algunos de nuestros mejores paisajes litorales o rincones urbanos con los que ya solo podemos fantasear. Alzar la voz contra estas oscuras maniobras, uniéndome a la marea que se ha levantado por todas partes y que sigue creciendo, es para mí, además de un deber ineludible con la memoria cultural, lo más parecido, sentimentalmente, a un acto de legítima defensa.
Así que, sin desesperar de que en verdad sirva para algo, me uno al grito común: ¡El Johnny no se cierra!