Octubre, que se va tan a destiempo, tan sin saberse otoño ya vencido, se lleva de la mano a un buen amigo: Pancho Valiente, un alma en ser de perro. Fueron plenos sus días y fue pleno el afecto a su lado, siempre vivo, siempre dispuesto a festejar contigo o a soportar la espera con sosiego. Pancho llegó al final entre el cariño de la manada que creó en su entorno y nos dejó el ejemplo de sus días. Cuánta viveza en forma de ladrido. Cuánta ternura en su animal de fondo. Cuánto echamos de menos su alegre compañía.
Pancho murió el pasado 10 de octubre, tras unos días muy difíciles a causa de un progresivo pero veloz deterioro de su salud. Le faltaban poco más de cuatro meses para cumplir 16 años, así que la suya se puede considerar una vida cumplida. Ha sido una suerte compartirla con él. Y aunque ya le estamos echando de menos, nos ha dejado tantas vivencias agradables, que estoy seguro de que su recuerdo no tardará en ser uno de los motivos más gratificantes de complicidad familiar.
Es tan denigrante y vergonzoso, además de estúpido, el espectáculo que este primer sábado de octubre se está viviendo en Ferraz, en la sede del PSOE, que tengo que hacer grandes esfuerzos para no salir corriendo... hacia allá a soltar, ingenuo de mí, «cuatro verdades». Unos años atrás, quizás no muchos, sin duda lo hubiera hecho. Pero a estas alturas, y después de las aguas que han pasado bajo los puentes, he decidido que me voy a ir al cine, no sin un punto de inquietud y, sobre todo, meditando si merece la pena dar rienda suelta al cabreo interior y hacer una promesa, eternanamente provisional, similar al sentido de aquella palabra que tan repetida y enfáticamente suena en el famosos poema «The Raven», de Poe: nunca más.
Desde que hace unos días, por boca de un amigo que mucho lo admira, me enteré de que Luis Eduardo Aute se encuentra en coma, no he hecho otra cosa, a cada poco, que pensar en él, imaginármelo con dolor en esa especie de limbo del que casi nada sabemos, y desear con todas mis fuerzas que pueda salir de esa gruta cuanto antes. Cuando ese pensamiento me asalta, lo conjuro imaginando que un golpe de fortuna o de magia simpática, o simplemente uno de esos caminos de la física y la química, aún no bien conocidos, que son capaces de incorporar caudales de energía a la vida consciente, le permite regresar a ella para seguir ejerciendo, como hasta ahora, su intensa, melancólica, hermosa y consoladora lucidez.
Me consta que somos muchos los que queremos a Aute sin restricciones. Quizás porque le debemos mucho. No sólo, entre otras tantas cosas, el himno que nos ayudó a salir de la noche más larga. O el gesto de la resistencia frente al poder y la estulticia. O las mil formas de ponerle al amor nombres que ni el amor conoce. También un montón de belleza en forma de imágenes dibujadas y movidas con singular ligereza, con la armonía que sólo está al alcance de los artistas totales.
En mi caso en particular, le debo además una tarde de conversación pausada y generosa, junto con un par de amigos, durante la que se produjo, entre otros momentos memorables, un intercambio de entusiasmos por la condición lúdica del lenguaje, y en particular por el mundo de los palíndromos, género y especie de los que Luis Eduardo se declaró un incesante («Aute, prepárese: será perpetua» [CAR: 4,25]) cultivador. «Hasta el punto —recuerdo que nos dijo— de que me llega a costar trabajo leer de seguido, sin buscarle la vuelta a las palabras, sobre todo si son grandes titulares». Fue una tarde en la que el artista ta admirado se nos reveló provisto de la gran humanidad que cabía suponerle a quien nos había proporcionado tantas horas gratas y tantas sensaciones nobles. Pero que rara vez tiene uno la posibilidad de comprobarlo de forma tan clara, cercana y, digamos, natural.
Por todo esto, y más, queremos tanto a Aute y nos unimos a las palabras que alguien le dedicaba recientemente: «Vamos, amigo, ánimo, despiértate, que aún nos espera el mundo y somos muchos los que te queremos».
Parece inevitable imaginar qué habría sentido don Antonio Machado, sobre la madera de su vagón de tercera, si por la ventanilla, tras el hollín del cristal, hubiera descubierto que en el metálico letrero colgado de cadenas sobre el andén, entre la niebla y la indiferencia de los viajeros, podía leerse que el convoy estaba entrando en la estación de Segovia Guiomar. Sin duda pensaría que era un sueño. Tal vez una alucinación de sus ojos ya no jóvenes, y algo borrosos por lecturas sin fin y amores a deshora. Difícilmente lo tomaría como el augurio de una posteridad que a él, realmente, le importaba muy poco. Aunque lo estuviera esperando. Y, en la misteriosa espiral del tiempo, se encontrara a punto de darle alcance.
Qué privilegio poder sorprender al artista en su rincón y robarle un momento de intimidad como éste. Los consejos de Celso Emilio Ferreiro, tan atinados y pertinentes como fueron la mayoría de los suyos, cobran en la voz y el rasgueo de Amancio Prada una gracia especial. A la vez que alertan la cabeza, alegran el corazón. Nada más necesario para tiempo tan usureros, «cheos de cobiza», como los que vivimos.