«LAS PAREDES HABLAN», SOSTIENE NOSTRA Y SE EXPLICA
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Grafiti en la calle Pradillo de Madrid, uno de los escenarios ambulatorioshabituales de Nostra, el Profeta de la Prospe. |
No descartes que la gran novela de nuestro tiempo —me dice Nostra circunspecto ya de buena mañana en su banco favorito del parque de Berlín— no se esté escribiendo en los muros de las ciudades.
A ver —continúa—, yo no creo que esa vorágine ruidosa y fea que nos asalta por doquier sea otra cosa, en su mayor número, que la manifestación beocia y multitudinaria del viejo dicho que afirma, por fas o más bien por befas o nefas o cómo coños se diga, la ubicuidad del nombre de los tontos, y quien dice nombre, dice cualquier otro sintagma o mismamente gruñido, cagüendiés, que todo hay que explicitarlo. Pero no me negarás —prosigue— que a menudo de ese clamor más bien urbano, aunque no sólo urbano ni urbano solo, que de rural, arriscado y hasta chotuno también tiene lo suyo, nos asalta a veces un como destello de captación profunda de la realidad, un resorte o muelle, fíjate, un impulso expresivo cuyo poder reconocemos bien porque percute directo y sin permiso, recto trámite, en esa parte de nuestro cerebro reptiliano que aún es capaz de conmoverse por palabras de tacto duro, aivalahostia, mismamente la escritura de la piedra y en piedra que tanto poder hipnótico ha ejercido siempre, desde al menos la estela del Hammurabi ese de los cojones y aún mucho más allá, incluso antes de que hubiera vascos, sin olvidar los petroglifos y peñascos rotulados con incisiones aún indescifradas donde ondea, a ver cómo lo ves, un atisbo de inteligencia en verdad conmovedor.
Pero, claro —aclara— , tanto en las cuevas como en los áticos, en los sótanos igual que en los palafitos, siempre ha habido quienes y quienas, con flauta o sin ella, se han empeñado en la guarrería y el amontonamiento de mugre, de modo que a estas alturas es difícil deslizar la mirada por la piel de las ciudades sin que los akais no se no queden enredados en tal cantidad de necedades y gurruños que necesario sería un nuevo diluvio limpiador, y a toda hostia, para volver al lustre que alguna vez si acaso hubo…, en fin, en fin.
En todo caso —concluye convirtiendo sus últimas palabras en unos casi suspirillos de anciano bonachón—, las paredes, de las que durante mucho tiempo se decía que oían, ahora hablan y hablan y hablan, ya te digo, ocioso y sin embargo curioso interlocutor: ábrete de orejas y verás lo que es bueno, perillán…
(LUN, 447 ~ «Las cosas de Nostra»)