Bloodymir Putin, grafiti de autor no identificado, quizás en una calle de París. |
(pintada y acróstico)
«Ante la gran pizarra». Foto de Paulus NR/123RF. |
Al volver sobre sus pasos, el Detective comprendió que, en efecto, alguien lo seguía. Estaba a punto de resolver el misterioso asesinato del profesor de matemáticas, un caso tan complicado que ya era conocido como “El Crimen”, y parecía claro que había gente interesada en que no lograra su propósito. Por eso no se extrañó cuando, nada más doblar la esquina y tras haber desenfundado su pistola, se dio de bruces con aquel individuo mal encarado que lo apuntaba fijamente. El Detective fue más veloz: antes de que su Perseguidor pudiera iniciar un solo movimiento, ya había vaciado el cargador de su Beretta contra él. La gran cristalera de lo que parecía ser una tienda de modas saltó en mil pedazos y, al desmoronarse, mostró en su interior la entrada camuflada del aula de una escuela que había logrado salvarse de la destrucción. Sobrevivía además en ella una gran pizarra en la que, escrito con tizas sin duda también clandestinas, aún podía leerse el siguiente mensaje...
Gracias, amigo Paco (Francisco Caro). Lecturas así justifican el “trago” de volver a las andadas.
Manuel Iglesias y Domínguez: Retrato imaginario de Witiza, 1853. Museo del Prado. |
Al final, como intuyó Perec incluso a pesar suyo (malgré lui), la mayor parte de la responsabilidad de lo que estaba ocurriendo, y casi todo lo que discurría subterráneamente, dependía de los descubrimientos hechos públicos por ‘El arqueólogo que buscaba las huellas de los reyes godos en España’. Y es que, siglo más, siglo menos, en lo tocante a aquella vicisitud todo venía a ser una reiteración del reinado de Witiza.
LA REALIDAD
Salomon Koninck: Un filósofo, 1635.
Museo del Prado, Madrid (no expuesto).
José de Ribera: Ticio, 1632. © Museo Nacional del Prado. |
En el sueño, la culebrilla había saltado de las aguas densas del pantano y, tras meterse por debajo de mi camisa, iba clavando sus afilados y níveos alfileres dentales debajo de mi tetilla derecha y, siguiendo un camino sinuoso, avanzaba por el costado y pasaba a la espalda para detenerse a la altura del omóplato y desaparecer. Pensé que aquel recorrido formaba una especie de escritura en una lengua extraña y me pasé el resto del sueño intentado descifrar los signos. No conseguí gran cosa. Al despertar, la culebrilla, o mejor su piel seca y rojiza, todavía estaba allí.