(En voz alta). Algo muy raro debe de estar pasando en la noosfera (oséase, el universo pensante) para que una mente como la de Fernando Savater se deslice a recurrir a una especie del “¡y tú más!”, o algo parecido a una pulsión recíproca, como respuesta y reacción frente a sucesos recientes que, aunque puedan tratarse de la obra de «un chusquero pasado de copas», tienen detrás también una historia sangrienta cuya repetición se invoca como deseable. ¿Cómo es posible disculpar, siquiera sea de modo indirecto y por vía comparativa, una “broma” (llamémosla así) en la que se habla de «fusilar a media España» y escribirlo y banalizarlo, como si se pudiera exculpar por la existencia de un terrorismo que —y esto se olvida o se enmascara— siempre ha tenido en la mayor parte del país el rechazo frontal de la inmensa mayoría de la población? Es difícil de entender. Y me parece muy triste.
en la barra virtual de aquel foro prodigioso que fue poesia/punto com se produjo exactamente en esos términos. Tal vez él no dijera «Uhmmm». Y tal vez yo no fuera yo, sino Maldoror, y Antonio no fuera del Camino, sino Miguel Ardiles. Pero el caso es que él mismo (“ele mesmo”, sea quien fuere) sí se quedó con la copla y recogió el guante. Con la enorme habilidad y la constancia que le caracterizan, no tardó en ponerse manos a la faena y, poco a poco, con ritmo y gracia, fueron apareciendo por aquel foro, en la bandeja de mi correo y, poco después, en las muy meritorias «ediciones de amigo» de Del Camino Editor, en Talavera de la Reina, los geniales monólogos de uno de los más grandes maestros del humor vertidos en y vestidos de tercetos rigurosamente encadenados. Y con tanto tino que, al ingenio, la lúcida sordidez y la chispa del original se añadían la elegancia del arte mayor y el broche sonoro de las rimas ágiles. Nunca pude leerlos —y lo hice a menudo— sin que entre uno u otro encabalgamiento no me invadiera alguna carcajada.
Debían de correr, cuando lo del foro cibernáutico, los muy primeros años de este siglo. Pero la pasión de Antonio por Gila, compartida por muchos amigos, venía desde muy atrás: reuniones festivas juveniles hubo más de una que, además de por los chistes también en cadena sobre los que el eximio periodista Agustín Yanel solía parapetarse, fueron amenizadas por nuestro poeta con el recitado literal, y sin tropiezos, de las magistrales piezas del mago de la boina, el casco y el teléfono como móvil (qué paradoja): aquel hombre que, acaso porque lo fusilaron mal, convirtió el dolor y la guerra en una herida luminosa y risible, alimento imprescindible para la supervivencia moral. Y de la otra.
Ahora esa aventura, esa fidelidad y ese homenaje han terminado donde era lógico que acabaran: en un libro. De modo que los «monólogos de Gila en tercetos rigurosa pero honradamente encadenados» ya pueden leerse y disfrutarse, todos (casi) reunidos y bien editados junto a una amplia y estupenda selección de “chisnetos”, ese ejercicio de acrobacia verbal que consiste en embutir un chiste en el formato exacto de un soneto, a veces con estambrote que rebote y a veces de doble hoja, pero siempre de modo que tanto el cuento como la estrofa mantengan ternes su respectivas naturalezas y el conjunto fluya armonioso. Una artesanía en la que el amigo Antonio —como bien saben quienes han estado atentos durante los peores días de la peste a su muro de Facebook— es un gran maestro, además de un verdadero y generoso sanador de males y tristezas con el ungüento de la risa.
No deja de ser curioso —y de cajón— que fuera precisamente el cultivo del juego del chisneto en el foro antes citado lo que motivara la sugerencia respecto a los monólogos, de modo que es una suerte de lógica cumplida que ahora unos y otros comparezcan juntos en este volumen que acaba de ver la luz: Poesía jocosa (chisnetos y gilacetos), editado al cuidado del gran poeta y heroico hacedor de libros Luis Felipe Comendador, encuadrado en una colección,
(pueden clicar y pedir), que es una iniciativa solidaria y generosa, e impreso en la hermosa ciudad serrana que se asienta a la vera de un río al que llaman «Cuerpo de Hombre». ¿Hay quién dé más?
Ni que decir tienen que va a resultar muy difícil que ustedes encuentren una opción más ventajosa, cordial, risueña y artística de resolver sus querencias o necesidades de regalo en estas fiestas tan entrañables de un año sin entrañas. Ustedes sabrán, pero estoy por asegurarles —de nuevo y a poco que se dejen— que es improbable que hallen nada mejor ni en las tiendas del ramo ni en, como diría Gila, «la red de alta traición». Avisados quedan.
[Antonio, el pernil donde siempre, en nuestro rincón del bar «La Amistad». Y a Gila, eterna gratitud].
(Al filo de los días). Tal día como hoy hace 18 años (¡mayoría de edad de la memoria!) se publicó en el Magazine del El Mundoeste breve reportaje de Quico Alsedo referido a la última (y presumiblemente definitiva) actualización del Espasa, la enciclopedia más parecida a la wikipedia que hubo entre nosotros en los tiempos del papel.
La efemérides, que me sale al paso por alguna de esos ecos del calendario del iPhone y ciertos resortes del blog, ni que decir tiene que ha levantado en mi cabeza —también en mi corazón o en el lugar donde encarne eso que antes llamábamos el alma— una marea fantasmal de recuerdos, brillos, pérdidas, risas, frustraciones... Me pilla, además, en pleno proceso de escritura y recreación de algunos episodios de mi vida profesional que acaso lleguen algún día a formar parte de ese Tiempo contado en el que laboreo desde hace décadas, y que en lo referido a este concreto episodio (dos intensos años de trabajo editorial de sol a sol y desde el mediodía hasta mucho más allá de la medianoche) se cifran bajo el provisional título de «Cómo transformar un Centón en la última criatura enciclopédica digna de tal nombre».
Recuerdo bien la larga conversación con el redactor en mi despacho de Martín Martínez, aún envuelto en el desbarajuste del trabajo editorial recién concluido (tal vez aún faltaban algunos flecos), y su agradecimiento de colega al despedirnos: «Me has dado material para tres o cuatro reportajes. A ver cómo lo resumo». Quico fue muy hábil y eficaz ordenando la información, de modo telegráfico y a grandes pinceladas, muy a tono con el cariz “ligero” de la lectura dominical y los usos ya leves, sin llegar a ser insustanciales, de cierto ‘nuevo neoperiodismo’; aunque hay algún error de bulto en los nombres, también en la narración de anécdotas y en la atribución de afirmaciones. Pero, en lo esencial, la pieza transmite bien el ambiente y el espíritu, entre lo lúcido tirando hacia lo lúdico, de aquella empresa, tal vez la última ocasión editorial en que se organizó, entre nosotros y en nuestro ámbito cultural, un equipo a la antigua usanza para hacer un tipo de trabajo enciclopédico bajo todavía el señuelo de Gutenberg y con la letra impresa como destino.
Unos meses antes (tal vez algo más de un año) había concluido la aventura de lo que se llamó (horriblemente) Gran Referencia Anaya, la última enciclopedia en papel y redactada ex novo que se hizo en España (también participé en ella como redactor jefe del área de humanidades) y para la que en la editorial de Juan Ignacio Luca de Tena, entonces todavía en poder de Germán Sánchez Rupérez, se organizó y puso en funcionamiento la primera gran redacción online de una gran editorial española con destino a publicaciones impresas. Muy “granado” todo. Corría, me parece, el año 1996. Batallitas.
Hay todavía en ellas aspectos profesionales, con trasfondo cultural, y sobre la deriva de los usos editoriales hispanos, así como algunas curiosidades, dignos de ser contados. A su tiempo.
(En voz alta).Este artículo dominical de Javier Marías, por una vez lejos del enfurruñamiento con que suele perpetrarlos, me ha llevado a buscar, encontrar y disfrutar la obra de la que habla: Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de 1927, una película documental muy elogiada, con toda razón, de Walter Ruttmann. Alguna vez me habré cruzado con ella (con su mención) pero sin contar aún con las posibilidades de estas maravillas tecnológicas. El filme es como Marías dice. Y se queda corto. Qué gran cinéfilo y qué excelente narrador de lo que ve en las pantallas es el autor de Donde todo ha sucedido (2005), el volumen donde el entonces todavía “joven Marías” (con licencia) recogió sus escritos sobre el séptimo arte, incluido el insuperable elogio y disección de El fantasma y la señora Muir (1947), el romántico filme de J. L. Mankiewicz donde una historia de amor literalmente inmortal navega más allá de “los fiordos del sol de medianoche”.
Googleando (¿o quizás “gugleando”?: ¡a ver si los académicos se ponen las pilas!) en torno al asunto di con un interesante texto de Guillermo de Torre, que presentó el documental de Ruttmann con ocasión de su estreno en el Cine Club de Buenos Aires en 1930, antes de que pudiera verse en España, y poco después publicó en “La Gaceta Literaria” su intervención, un breve pero minucioso texto en el que ofrece un encuadramiento muy pertinente de la obra en el espíritu del arte de la época, trazando un luminoso hilo entre diversas creaciones de John Dos Passos, Samuel Butler o Blaise Cendrars.
El artículo de Guillermo de Torre, bien conocido por los estudiosos del vanguardista español —con Pablo Rojasa la cabeza—, está “empotrado” en los singulares anaqueles online de El Basilisco, el muy valioso y peculiar archivo creado en la estela del filósofo y polemista Gustavo Bueno (y uno diría que “personalmente” por él, tal es el grado de exigencia, seriedad y rigor mortis con que se presentan los asuntos), y allí es comentado a propósito de una especie de historia del nazismo y sus diversos frentes, incluido el de la “desnazificación”, enfoque que a su vez abre otra derrota en la navegación posible por la red, que es, cada vez más, extensión insondable de nuestra mente... y lo que te rondaré morena.
El caso es que pude comprobar que hay colgadas en la Nube diversas versiones del documental sobre la ciudad más interesante de Europa (casi a la par de o que Madrid), aunque las diferencias, en lo que he podido constatar, no van más allá de los insertos previos a los títulos de crédito y, sobre todo, en la banda sonora, al tratarse de una película pensada para ser proyectada acompañada por música en directo.
Además de lo que apunta Marías, tal vez no esté de más subrayar que una de los méritos de este singular ‘un día de 1927 en la vida de Berlín’ responde a una concepción plenamente artística del documental, que como se sabe fue, desde el momento inaugural de los Lumière, el primer género cinematográfico: un espejo puesto frente a la vida. Hay, también, cierta pulsión admirativa por las máquinas y sus engranajes que sin duda se podría vincular con corrientes estéticas como el futurismo y su especial valoración de las tecnologías conectadas con la velocidad.
Una de las imágenes más reiteradas, dentro de la gran contención estilística de la película, es la del semáforo de indicadores que, si no me equivoco, estuvo situado en el carrefour de la Potsdamer Platz, la gran plaza berlinesa a la que tanto partido le sacó Wim Wenders en su inolvidable Cielo sobre Berlín (1987). Parece que ese fue, además, el primer semáforo digno de tal nombre que hubo en Europa, después de algún intento fallido en Londres.
Pero lo que definitivamente nos conquista del filme de Ruttmann es, pese a las apariencias, su no pérdida actualidad, su condición de estímulo vigente: nos abre el apetito para volver algún día, ojalá sea pronto, a una de las ciudades más vivas y vividas del viejo continente.
La arqueóloga Mertxe Urteaga en plena faena. Foto: Álex Iturralde.
(En voz alta). Aunque haga ya algún tiempo que se desmontó el mito (uno más del “bucle melancólico” y de otros delirios de la identidad) de un viejo País Vasco nunca romanizado, las prospecciones arqueológicas siguen sacando a la luz huellas manifiestas y pruebas evidentes de que también el solar de Aitor, al igual que los “montes furados” gallegos o las incomparables Médulas bercianas, fue y fueron objeto de una intensa actividad romana, tanto en el subsuelo como en los enclaves portuarios. Este reportaje lo muestra bien a las claras, al tiempo que nos suministra, pese a su brevedad, varias reflexiones de calado por boca de la arqueóloga Mertxe Urteaga, nada sospechosa de “maquetismo”. «El pasado no existe —dice ella—. Siempre vivimos en el presente, son las ideas del presente las que modelan nuestra visión del pasado». Una perspectiva “de cajón”, diremos. Y así es. Pero cuántas barbaridades no se están ahora mismo amparando en la olímpica ignorancia y en el minucioso desprecio de esa realidad.