miércoles, 10 de junio de 2020

La Flaca

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Diego Rivera: La Ofrenda del Día de Muertos, h. 1922-1926.
Mural en la Secretaría de Educación Pública (SEP), Ciudad de México.
(Pau Donés, in memoriam)
Llegó enmascarada y envuelta en una nube de tópicos. Pero no cabía ninguna duda de que era ella. Ni de lo que buscaba.
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martes, 9 de junio de 2020

Hálito...

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Ilustración ©️Rafael Pereira.
Sis-temáticamente empezaron a aparecer, en puntos diversos de la ciudad y también en algunos espacios salvajes, cadáveres enmascarados sobre los que la policía forense de la unidad robótica estableció un diagnóstico tan unánime como tajante: asfixiados por su propio aliento.
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lunes, 8 de junio de 2020

Adagia andante (12)

Que tu acto de fe sea el poema. También el vuelo de tu corazón.
El pensamiento es algo vivo. Y es preciso compartirlo con los otros.

La poesía avanza en todas direcciones. Y busca comprender —o al menos enunciar— lo inexplicable.
El poema, además de su asunto, tiene como objeto saber qué es un poema.
El no saber es la fuente más caudal de la poesía.
Tiene el poema la condición del ave que se pierde en la espesura.
Allí donde no alcance a llegar la inteligencia tal vez abra caminos la voz de la emoción.
A la luz de la imaginación (o con la imaginación encendida), la realidad aumenta de tamaño y se hace más visible.
Dice Stevens (cláusula 211), no sin humor, que «el joven poeta es un dios. El viejo poeta es un vagabundo». Tal vez sea verdad. Sin duda, es cierto.
Pues todo lo que importa está en la mente: vive en ella el terror, junto con aquello que puede defendernos del terror. En eso consiste ser humano.
El poeta nunca olvida la vida de la mente. Y asiste a cada instante a la lucha que allí tiene lugar.
La mente es, junto al aire, el lugar del poema.
El poeta rara vez es un héroe. Su prestigio nace del prestigio intocado de la poesía.
El prestigio de la poesía es tan evidente como inexplicable. Tal vez sea la última manifestación de lo sagrado.
Es increíble el escaso valor de la poesía. Tan increíble como su universal supervivencia.
Tiempos confusos: el mundo, de hecho, no podría vivir sin poesía. Con poesía, también resulta incomprensible.
La poesía es el universo. El solo verso.

Las avispas

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Manolo Quejido: El barrendero, 1986. Col. Particular (?).
El escenario del viejo teatro permanece vacío durante un buen rato. Al levantase el telón vemos a un barrendero que está recogiendo del suelo las hojas de lo que seguramente, durante la noche, habrá sido un vendaval. Cuando llega al centro de la escena se detiene, se limpia el sudor y, apoyado sobre la escoba y mirando con fijeza al público, declama:
El pensar fundamental
digo yo que no es lo mismo
ni siquiera
que el rastro del animal
que olisquea en el abismo
una bandera.
Se agacha y, de entre las hojas amontonadas, saca los jirones de lo que parece ser una enseña de colores. La guarda en su cubo portátil y, mientras sigue andando, se le oye canturrear:
Y, dispuesto a dejar huella
como un rastro bien visible
en el paisaje,
siembra bilis y querella
con furor de incombustible
viejo ultraje.
Al llegar al final del proscenio, el barrendero asciende con sus herramientas por una pequeña rampa que lo vuelve a situar en medio de la escena, pero ahora a metro y medio del suelo. Desde allí, y mirando nuevamente al público, dice:
No se engañe nadie, infiero,
pensando que se detiene
su estulticia:
es un enemigo fiero
con esa tirria que tiene
y su avaricia.
Al concluir, mira hacia el cielo y extiende una mano como quien comprueba si llueve. Cae el telón. La escena permanece en silencio durante unos minutos. Se oye un raro zumbido que poco a poco, pero de forma perceptible, va creciendo. Y un poco después se oyen los truenos y se ven los relámpagos de un tormenta. Apertura de plano. La cámara sobrevuela el patio de butacas, vacío, aunque en algunos asientos se ven maniquíes y grandes figuras recortadas. En un rincón de la pantalla, mientras la tormenta arrecia, puede leerse la palabra
FIN
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domingo, 7 de junio de 2020

Los sonámbulos

La imagen puede contener: una o varias personas y personas de pie
Honoré Daumier: La noche: Paseantes» (o Los noctámbulos), 1847.
 National Museum Cardiff, Gales.
El noctámbulo inmóvil, prisionero de las horas sin dueño desde más allá de la medianoche y hasta antes del alba, siempre supo que no estaba solo. Lo que no imaginaba es que los corredores velados de la luna llena —"luna rosa" la llaman en estos tiempos más bien desvaídos— pudieran estar llenos de tantos Iluminados. «Somos legión», se dijo. Y, sin pensárselo más, se sumó al corro.
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sábado, 6 de junio de 2020

Nostromo

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José Chávez Morado: Los embozados, 1955.
Dijo su nombre y nos fue saludando uno por uno. Parecía difícil de creer, pero aún recordaba detalles tan nimios como las películas favoritas de cada cual o las aficiones que imprimen carácter —filatelia, mariposas, minerales— y hasta la manera que teníamos de ponernos la mascarilla. Por esto último, a todas luces un dato inconsistente en su relato, supimos que era un impostor. Y decidimos deshacernos de él.
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viernes, 5 de junio de 2020

É la nave va

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Ilustración: ©️Javier Serrano, 2020
Una ráfaga de tiempo dio la vuelta al paraguas y lo transformó en una barca, acogedora y ágil, para afrontar las mareas de la vida. ¡Hay que ver el poder simbólico y real de algunos objetos cotidianos! ¡Quién no tiene, incluso sin ser galaico, al menos un paraguas en su vida?
El mío más persistente me acompaña desde aquellos días pasados en el pueblecito italiano de Arco, en la provincia del Trentino-Alto Adige, muy cerca del lago de Garda, tal vez en el verano de 1996. Una mañana, visitando Trento, al pie del Castillo de Buonconsiglio y la singular Torre Áquila (¿no conocen aún sus prodigiosas pinturas murales de los meses?), nos sorprendió un temporal, si no bíblico sí tridentino, y hubo que buscar en las muy tradicionales y recoletas tiendas de la histórica ciudad un “ombrello” capaz de protegernos. Como éramos cinco, optamos por un ejemplar amplio y fuerte que, en todo su esplendor y sin dejar de ser serio y elegante, propiciaba un abrazo casi de sombrilla playera.
Hubo, además de ese primer paseo, otros muchos en aquel verano lluvioso y feliz, incluida más de una caminata junto al gran lago, entre las velas de pequeñas embarcaciones cabeceantes, algún yate poderoso y numerosas sorpresas escondidas en lugares como Limone, Malcesine —con el castillo que fascinó a Goethe—, Peschiera o la propia Riva di Garda. Y sin olvidar las altas caminatas por el Monte Baldo ni la inquietante sugerencia de Salò... Desde entonces, ese gran paraguas, al que recientemente bautizamos como El Abuelo, viaja siempre con nosotros en el coche y, en cierto modo —ahora lo veo claro—, se ha transformado en un vehículo mágico y protector en nuestro camino a través del tiempo.