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Ilustración: ©️Javier Serrano, 2020 |
Una ráfaga de tiempo dio la vuelta al paraguas y lo transformó en una barca, acogedora y ágil, para afrontar las mareas de la vida. ¡Hay que ver el poder simbólico y real de algunos objetos cotidianos! ¡Quién no tiene, incluso sin ser galaico, al menos un paraguas en su vida?
El mío más persistente me acompaña desde aquellos días pasados en el pueblecito italiano de Arco, en la provincia del Trentino-Alto Adige, muy cerca del lago de Garda, tal vez en el verano de 1996. Una mañana, visitando Trento, al pie del Castillo de Buonconsiglio y la singular Torre Áquila (¿no conocen aún sus prodigiosas pinturas murales de los meses?), nos sorprendió un temporal, si no bíblico sí tridentino, y hubo que buscar en las muy tradicionales y recoletas tiendas de la histórica ciudad un “ombrello” capaz de protegernos. Como éramos cinco, optamos por un ejemplar amplio y fuerte que, en todo su esplendor y sin dejar de ser serio y elegante, propiciaba un abrazo casi de sombrilla playera.
Hubo, además de ese primer paseo, otros muchos en aquel verano lluvioso y feliz, incluida más de una caminata junto al gran lago, entre las velas de pequeñas embarcaciones cabeceantes, algún yate poderoso y numerosas sorpresas escondidas en lugares como Limone, Malcesine —con el castillo que fascinó a Goethe—, Peschiera o la propia Riva di Garda. Y sin olvidar las altas caminatas por el Monte Baldo ni la inquietante sugerencia de Salò... Desde entonces, ese gran paraguas, al que recientemente bautizamos como El Abuelo, viaja siempre con nosotros en el coche y, en cierto modo —ahora lo veo claro—, se ha transformado en un vehículo mágico y protector en nuestro camino a través del tiempo.