miércoles, 27 de mayo de 2020

La soledad

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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020
Si queréis saber de verdad qué es realmente estar solo podéis echaros a andar junto un muchacho de 19 o 20 años que avanza, a pleno sol o cuando ya ha empezado a caer la noche, por las calles de una ciudad activa y bulliciosa, incluso frenética y brutal. Y aunque ese joven habla con todo el mundo y a todo el mundo saluda, siente que nadie le ve y que él tampoco ve a nadie.

En aquella época borrosa de hace más o menos medio siglo, los lugares por los que transitaba mi vida eran sólo un decorado de cartón piedra casi inerte, sin más significado que su presencia muda y teatral. En ocasiones pienso que entonces yo vivía dentro de un sueño por el que daba vueltas circulares como un ratoncillo dentro de su jaula: desde el Jardín a la Plaza, desde el Río hasta la Ermita, desde el Bosque de Álamos ya enfermos hasta la Estación del Tren.

Tales eran, por entonces, mis tristes y repetidas rutas de cobaya. Y hay mañanas, al despertar, mientras me dirijo desde la cama al cuarto de baño, que aún me asalta la duda de si de verdad he conseguido salir de esa clausura.
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martes, 26 de mayo de 2020

La tertulia

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Juan Ignacio Burguete: Tertulia de viejos.
En la tertulia del cuarto de cabales que se había montado en un rincón de la zona común del edificio menudeaban las discusiones sobre preferencias de géneros, formas y modos, a menudo ejemplificadas con citas elocuentes, en general muy bien traídas y jaleadas con olés y otras exclamaciones.
Mi sorpresa fue grande cuando todo el corro de aficionados quedó mudo, incluso se diría que atrapado en un silencio mayor, cuando se me ocurrió improvisar lo que yo consideraba casi una obviedad, en concreto:
—Belleza del cante grande:
la música del azar
canta por casualidades.
El pasmo duró hasta que mi compadre Virgilio de Ronda, con su habitual toque senequista, sentenció con voz clara:
—Ese palo tiene mucho futuro, quillo.
—Casi tanto como pasado —apostilló alguien.
—Y nosotros en medio —añadí yo.
Y poco a poco fue volviendo la bulla.
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lunes, 25 de mayo de 2020

Adagia andante (10)

La poesía es la médula espinal de la literatura.
El poema a menudo cesa (o se interrumpe) y siempre está empezando. Su tiempo es el de la eternidad del instante.

Mucho más importante que buscar la originalidad es no perder el instinto del origen.
Y el instinto de muerte. No se olvide.
Aprender a vivir en el poema. A respirar con él. A qué él respire a través de nosotros. Alma: pneuma.
No hay que perder nunca de vista la parte invisible.
Saber navegar en tierra firme.
Examinar con sumo cuidado la naturaleza de las metáforas. La dimensión profunda de su realidad. Su condición de primer significado.
Ese espacio que se abre en la conciencia del poeta cuando el poema le muestra la existencia de lo inesperado.
Todo está en manos del azar. Sólo podemos trabajar con ellas.
La poesía, ese desorden.
Muchas veces es el romanticismo —o lo que se conoce como tal— poco más que una capa de pintura.
La poesía es siempre un fogonazo. Aunque a veces se tarde mucho en recibirlo.
Y es literal: «El ojo ve menos de lo que la lengua dice. La lengua dice menos de lo que la mente piensa». (WS: 161)
La poesía es la realidad. No tiene otro motivo.
Vivimos desde el interior. Pero no es posible vivir solo dentro de él.
La ciencia de la poesía. Y conocer sus límites.
El poeta es también un filósofo. El filósofo confía en el poeta, aunque le vete la entrada a la academia. Lugar al que el poeta no desea entrar. Solo airearlo.
No hay fibra pura en el poema. Ni esencia sólo. Todo en él importa. «La descripción es un elemento, como el aire o el agua». (WS, 166)
La escritura del poema es una experiencia. La lectura también. Otra. Nunca la misma.
Un poema puede ser cualquier cosa. Pero no cualquier cosa puede ser un poema.
La poesía es algo sustancial a (y de) la condición humana.
La razón crece en la naturaleza. No es ajena a las demás especies.
¿Qué decir de la vida? Ella se dice.
También florece la imaginación.
El mundo siempre nos llega a través de las formas.
Poesía es comunión. Muchas veces, en busca de comunicación.
Y suele haber algunos brillos que quedan en el aire: «El poeta llega a las palabras como la naturaleza a los tallos secos». (WS, 175)
Las palabras engendran melodía.
No es preciso subrayar lo que las palabras ya ponen de relieve. Pero si es preciso poner de relieve el verdadero grosor de las palabras.
En el horizonte de los mejores poemas siempre aparece alguna forma de felicidad. No hay otro modo. Y hasta puede que eso sea la auténtica tragedia.
Y no olvides, amigo, elevar tu oración al dios mendigo.

viernes, 22 de mayo de 2020

El cochero

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Cuadro del pintor polaco Mirosław Szeib.
Yo en otra vida fui cochero. Hasta que subió ella. Y me puso a su servicio. De lo mismo. O casi.
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jueves, 21 de mayo de 2020

Memorias de Woody Allen


(En voz alta). Va a ser el primer libro que compre en la fase inicial de la postpandemia por tres motivos destacables: por Woody, por Allen y porque Sí. Y por uno, algo tópico, pero que los resume todos: es de bien nacidos ser agradecidos.

En son de Paz (5)

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Paz joven y con aire bohemio, incluso de «poeta maldito».
Foto de Carla Zarebska.
(En son de Paz, 17). »» Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia. No un abandono, sino una mayor exigencia consigo mismo, se le pide al poeta. Queremos una forma superior de la sinceridad: la autenticidad. En el siglo pasado [el XIX] un grupo de poetas, que representan la parte hermética del romanticismo —Novalis, Nerval, Baudelaire, Lautréamont— nos muestra el camino. Todos ellos son los desterrados de la poesía, los que padecen la nostalgia de un estado perdido en el que el hombre es uno con el mundo y con sus creaciones. Y a veces de esa nostalgia surge el presentimiento de un estado futuro, de una edad inocente. Poetas originales no tanto —como dice Chesterton— por su novedad sino porque descienden a los orígenes. Ellos no buscaron la novedad, esa sirena que se disfraza de originalidad; en la autenticidad rigurosa encontraron verdadera originalidad. En su empresa no renunciaron a tener conciencia de su delirio, osadía que les ha traído un castigo que no vacilo en llamar envidioso: en todos ellos se ha cebado la desdicha, ya en la locura, ya en la muerte temprana o en la fuga de la civilización. Son los poetas malditos, sí, pero son algo más también: son los seres vivientes y místicos de nuestro tiempo, porque encarnan —en sus vidas misteriosas y sórdidas y en su obra precisa e insondable— toda la claridad de la conciencia y toda la desesperación del apetito. La seducción que sobre nosotros ejercen estos maestros, nuestros únicos maestros posibles, se debe a la veracidad con que encarnaron ese propósito que intenta unir dos tendencias paralelas del espíritu humano: la conciencia y la inocencia, la experiencia y la expresión, el acto y la palabra que lo revela. O para decirlo con las palabras de uno de ellos: el matrimonio del Cielo y del Infierno», escribió Octavio Paz al final del artículo «Poesía de soledad y poesía de comunión», fechado en México en 1944 y recogido en la segunda parte de Las peras del olmo, volumen recopilatorio de breves textos sobre temas literarios y artísticos editado por primera vez en 1957. Por una nota incorporada al propio texto, sabemos que el artículo fue escrito para un ciclo de conferencias organizadas con ocasión del cuarto centenario del nacimiento de san Juan de la Cruz. Tirando del hilo de este detalle, tal vez cabría preguntarse qué lugar concedería el poeta mexicano al gran místico abulense en ese concierto de “voces de la autenticidad”. Quede la incógnita pendiente para otro día. Aunque se admiten sugerencias.


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(En son de Paz, 18). »» A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos no sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante», escribió Octavio Paz en el inicio de El laberinto de la soledad, el enjundioso ensayo sobre la identidad mexicana que fue su primera obra importante (su primera edición está fechada en 1950). A menudo se habla sobre la importancia de los “arranques” de las obras literarias, esa primera frase cuya especial rotundidad o capacidad de sugerencia actúa a modo de señuelo o aldaba que, casi sin darnos cuenta, nos introduce en el umbral de lo maravilloso. No menor ni otro valor tiene a mi juicio este párrafo de Paz que, además de abordar de forma muy original un tema de pesquisa y reflexión antropológicas, posee una significación autónoma y útil como intuición acerca de la condición humana. Una vez más, la tensión de la escritura pone de relieve la mano inspirada de un gran creador.

La imagen puede contener: Francisco Caro
Octavio Paz, probablemente en el mismo año
que le concedieron el premio Nobel (1990).

(En son de Paz, 19). »» En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está fuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo del siglo, sonríe y, de pronto, echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato para destacar el pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: solo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el “otro tiempo”, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia», escribió Octavio Paz en su discurso de recepción del Nobel, en diciembre de 1990. Casi treinta años después, y cuando algunas urgencias tal vez han alterado muchas de nuestras percepciones, ese estado de permanente fugacidad, de tiempo que se nos escurre entre los dedos como un puñado de arena —o tal vez ya más bien como una sustancia algodonosa que apenas excita el tacto—, esas palabras, tan intuitivas, son más pertinentes que nunca. Y más acuciante aún resulta la necesidad de reconocer el peso del instante como la manifestación más poderosa de la ley de la gravedad sobre nuestra conciencia: una presencia, continua y consciente, convertida en la mejor, tal vez la única, tabla de salvación frente a la creciente marea evanescente que nos arrastra con todas sus secuelas virtuales. Y aún más: la modernidad hoy tal vez estribe en asumir nuestra condición de seres póstumos de una historia finalmente equivocada y, desde la radical comprensión de los errores fatales cometidos, impulsar la búsqueda de una nueva oportunidad para que “otro tiempo verdadero” pudiera abrirse paso en la aventura humana sobre la Tierra.

Luar

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Ilustración: ©️ Javier Serrano, 2020.
De todos los paseos de mi vida —que, como podéis suponer, a estas alturas de la obra ya han sido muchos—, ninguno se puede comparar al de aquella noche de un remoto verano de mi adolescencia aún no clausurada, cuando volvía de una romería campestre, bajo la luz de la luna, por senderos boscosos y en compañía no humana...Y no puedo contar más. De lo contrario, faltaría a mi promesa y se quebraría el hechizo con que desde entonces viven en mi memoria —y en mi cuerpo— esas horas inmortales.
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