sábado, 31 de agosto de 2019

Los Arenales del Tajo

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El Tajo a su paso por Eburia (o sea, Talavera de la Reina).
La foto es de 2016; hoy la situación es dramática.
No encuentro mejor modo de acabar esta entrega de la serie “Playas” de las «Novelas de una (cierta) línea» que yendo al principio: no tengo recuerdo exacto de ello, pero la lógica biográfica me dice que la primera vez que me adentré en el agua tuvo que ser en la playa de Los Arenales de mi ciudad natal, cuando el padre Tajo hacía honor a su nombre y con un caudal limpio y bullente transformaba los días del verano en un espacio ideal para otros juegos, otros ritmos, otras experiencias, incluida la primera de ahogamiento o, más bien, el primer atisbo de lo que Eliot llamó «muerte por agua»: la visita a ese umbral o pasadizo que en ocasiones nos sorprende como actualización algo absurda pero cierta del inicial viaje amniótico y de la película de nuestra vida. Lucubraciones aparte, mi agua lustral fue la de un río que hoy es casi un cadáver, una de las pérdidas más dolorosas que he sufrido en el paisaje de mi vida e inequívoca prueba —tal vez junto a los innumerables incendios vividos en los bosques gallegos— de que algo ha debido de hacerse muy mal en relación con la naturaleza y el medio para que estas sean las consecuencias. Lo cierto es que nací a escasos metros de un río majestuoso, orgullo de mis días escolares, protagonista, junto con el Ebro y el Duero, de la gran tríada de cauces vivificadores de las tierras ibéricas, y que con el Sil completarían mi póquer de ases fluviales. Un río de rotundo nombre mencionado una y otra vez en las palabras y profecías de los poetas, desde el anónimo cantor del romancero al caballero Garcilaso o el ubicuo Pessoa, sin olvidar la metáfora-fuente (y fuerte) de Manrique, que yo desde que conociera la elegía en la imponente voz de Manuel Dicenta tendía a transformar en un «nuestras vidas son los Tajos que... [la vida nos va a dar]» (lo del corchete vino más tarde: en realidad es de ahora mismo). Las gentes que de pequeños hemos tenido a nuestro alcance un río y sus playas de arena gruesa y cantos rodados, con los remolinos, a veces tan traicioneros, de sus aguas y las fronteras prohibidas de una isla (y ahí hay otra historia), mientras conservemos en la memoria un mínimo de la luz de aquellos días siempre tendremos un paraíso de imágenes y sensaciones al que poder volver. Y ahora mismo, tal y cómo se está poniendo el panorama, y aunque a menudo parezca tan inútil, en esta y en todas las playas que nos han permitido sentir la cercanía del agua y de la luz hay también una causa inaplazable por la que luchar.
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viernes, 30 de agosto de 2019

Da Vinci en Los Narejos del Mar Menor

No conozco ningún lugar donde sea más fácil nadar que en algunas playas del Mar Menor, especialmente en la de Los Narejos. Podría equipararse incluso a las del Mar Muerto, tanto por condiciones de salinidad como por expectativas de destino. El caso es que, como me decía anteayer mismo un anciano algo mayor que yo, en este litoral, para mantenerse a flote, «no hay que hacer nada». Podría considerarse en este sentido una playa zen —también (chiste va) poniéndole todo el “alma” por delante: en esta época del año multitudes la pisan— y no dudo de que en ella —y ahora voy a justificar el título— el mismo Leonardo se sentiría feliz de experimentar en cuerpo propio las infinitas posibilidades circulatorias y fluidas de su ideal hombre de Vitruvio: la facultad de extender y prolongar huesos, músculos, tejidos y auras hasta el límite de lo posible, aprovechando una situación tan placentera como poco accesible al humano corriente cual es la de la casi ingravidez que propicia la extrema salinidad. Siempre ha sido muy fácil nadar en este mar interior, carente salvo excepciones de oleaje, plano y brillante como aquel plato de refulgentes algas que Alberti convocaba, según mi viejo amigo Virgilio Pérez-Clotet, en un poema (nunca comprobé la exactitud de la cita). Pero en los último tiempos —alguien dice que por efecto de la creciente eutrofización de las aguas, o sea, por el exceso de compuestos orgánicos en ellas— la facilidad para mantearse a flote es en verdad impresionante. Así que en mi reciente estancia en la zona he aprovechado esa circunstancia para convertir cada jornada de baño en la variante de una sesión de yoga —para el saludo al sol sólo hace falta abrir los ojos— y en una especie de simulador de ingravidez espacial. Y es que basta con mover las piernas en posición horizontal levemente inclinada para que el hombre de Vitruvio se ponga en suave movimiento, y al poco, sin necesidad de grandes facultades ensoñadoras, uno tenga la sensación de que algo así debió de ser el milagro aquel del mar de Galilea que llevó al más descreído y cabezón de los apóstoles a andar sobre las aguas como Perico por su casa, y nunca mejor dicho. Quien lo probó..., etc.
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jueves, 29 de agosto de 2019

Hablarle a Borges (24)

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Borges con gesto tal vez... borgiano.
(Hablarle a Borges, 80). Dicen que Borges dijo o escribió: «La maravilla es acaso incomunicable».
Y se me ocurre: «Si realmente es así, ¿cómo saberlo?».

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Borges con el presidente argentino Raúl Alfonsín,
con el que tuvo una gran afinidad no sólo patriótica.
(Hablarle a Borges, 81). Dicen que Borges dijo o escribió: «Yo diría que debemos tratar de atenuar nuestras diferencias y de sentir nuestras afinidades».
Y se me ocurre: «Sólo así será posible hacer verdad el tópico, más bien a menudo un puro enunciado desiderativo, de que “es más lo que nos une que lo que nos separa”».


Los privilegios de la testigo: María Kodama charlando con Borges y Paz, 1981. Foto de Paulina Lavista.
Foto tomada de aquí.
(Hablarle a Borges, 82). Dicen que Borges dijo o escribió: «No creo en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir». 
E, impactado por semejante lección de lucidez y humildad (“de consuno”, como diría el maestro Lapicero), sólo puedo añadir que ese placer a menudo conlleva también su veneno. Aunque —y excúseseme la tópica simpleza— lo que no mata engrosa.

Pillado en el cristal

lavando una ventana

(Al hilo de los días). Acabo de pillarlo en el muro de Miguel Cobo. Aunque lo cierto es que ha sido al revés: me he quedado pillado. En el cristal.

Marisol, sin nostalgia


(Al hilo de los días). No conozco a nadie de mi generación que, de una u otra forma, no estuviera enamorado —o enamorada: dicho sea sin tapujos— de Marisol. En mi caso, confieso que considero cómo uno de los hitos de mi infancia el haber completado el álbum de cromos de Marisol rumbo a río, de modo que quizás no hagan falta mayores pruebas. Y que es un enamoramiento que perdura he podido comprobarlo esta noche viendo en La 1 el programa Lazos de sangre (se está emitiendo todavía ahora) y en el que creía —alguien cercano me ha sacado de mi error— que iban a entrevistar a Pepa Flores, después de tanto tiempo de estar por completo y de forma admirable al margen de los focos. No será así, pero es tal el caudal de emociones y recuerdos que su figura me trae que es casi como si lo hubiera sido. Cacharreando en la Red he encontrado este documento, para mí inédito, en el que Pepa Flores improvisa con Camarón una versión de Al alba, de verdadero interés. No hay que olvidar, por lo demás, que el último disco largo interpretado hasta de fecha por la artista (Pepa Flores: Climas, 1983) fue compuesto y producido por Luis Eduardo Aute. Otro motivo para quererla más.
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El Lido de Venecia

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Fotos del Lido de Venecia, tomadas de Tripadvisor

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Ahora que vuelve su famoso festival de cine, me acuerdo de la única vez que estuvimos en el Lido de Venecia. Todo era como en las películas, salvo tal vez el Tadzio aquel, de pelo blanco y heridas abiertas en el rostro, que andaba por la playa con uno de esos artefactos buscametales, rastreando aquí y allá, sin mucha convicción, como el que ara por mera costumbre.
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miércoles, 28 de agosto de 2019

Umbral, doce años


(Al hilo de los días). Hoy ya son 12 los años que han pasado de la muerte de Umbral. Y en este par he leído o releído alguna de sus obras, singularmente la del Café Gijón, que me salió literalmente al paso en un paseo por la Cuesta de Moyano y me atrapó de un tirón, al darme cuenta de qué cercanos me resultan los paisajes urbanos que allí describe, y qué grandes similitudes, salvando todas las circunstancias (que, por fortuna, son muchas), se dan entre lo que él escribe y lo vivido y recordado. Incluyendo semblanzas, tomadas del natural, tan abundantes. Pero esa es, me digo, la señal que siempre he buscado en la literatura para definir su grandeza: que, hable de lo que hable, me haga sentir que es de mí (bueno, seré más exacto: de la ficción de mi “yo”) de quien habla. De modo que ahora no sé si la obra de Umbral me gusta por su objetiva grandeza o sólo por la cercanía, también objetiva, de ese “cruce de las calles y el tiempo” (Torrente dixit) que nos ha tocado vivir. Creo que lo voy a seguir leyendo. No sé hasta cuándo.