jueves, 29 de agosto de 2019

Hablarle a Borges (24)

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Borges con gesto tal vez... borgiano.
(Hablarle a Borges, 80). Dicen que Borges dijo o escribió: «La maravilla es acaso incomunicable».
Y se me ocurre: «Si realmente es así, ¿cómo saberlo?».

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Borges con el presidente argentino Raúl Alfonsín,
con el que tuvo una gran afinidad no sólo patriótica.
(Hablarle a Borges, 81). Dicen que Borges dijo o escribió: «Yo diría que debemos tratar de atenuar nuestras diferencias y de sentir nuestras afinidades».
Y se me ocurre: «Sólo así será posible hacer verdad el tópico, más bien a menudo un puro enunciado desiderativo, de que “es más lo que nos une que lo que nos separa”».


Los privilegios de la testigo: María Kodama charlando con Borges y Paz, 1981. Foto de Paulina Lavista.
Foto tomada de aquí.
(Hablarle a Borges, 82). Dicen que Borges dijo o escribió: «No creo en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir». 
E, impactado por semejante lección de lucidez y humildad (“de consuno”, como diría el maestro Lapicero), sólo puedo añadir que ese placer a menudo conlleva también su veneno. Aunque —y excúseseme la tópica simpleza— lo que no mata engrosa.

Pillado en el cristal

lavando una ventana

(Al hilo de los días). Acabo de pillarlo en el muro de Miguel Cobo. Aunque lo cierto es que ha sido al revés: me he quedado pillado. En el cristal.

Marisol, sin nostalgia


(Al hilo de los días). No conozco a nadie de mi generación que, de una u otra forma, no estuviera enamorado —o enamorada: dicho sea sin tapujos— de Marisol. En mi caso, confieso que considero cómo uno de los hitos de mi infancia el haber completado el álbum de cromos de Marisol rumbo a río, de modo que quizás no hagan falta mayores pruebas. Y que es un enamoramiento que perdura he podido comprobarlo esta noche viendo en La 1 el programa Lazos de sangre (se está emitiendo todavía ahora) y en el que creía —alguien cercano me ha sacado de mi error— que iban a entrevistar a Pepa Flores, después de tanto tiempo de estar por completo y de forma admirable al margen de los focos. No será así, pero es tal el caudal de emociones y recuerdos que su figura me trae que es casi como si lo hubiera sido. Cacharreando en la Red he encontrado este documento, para mí inédito, en el que Pepa Flores improvisa con Camarón una versión de Al alba, de verdadero interés. No hay que olvidar, por lo demás, que el último disco largo interpretado hasta de fecha por la artista (Pepa Flores: Climas, 1983) fue compuesto y producido por Luis Eduardo Aute. Otro motivo para quererla más.
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El Lido de Venecia

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Fotos del Lido de Venecia, tomadas de Tripadvisor

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Ahora que vuelve su famoso festival de cine, me acuerdo de la única vez que estuvimos en el Lido de Venecia. Todo era como en las películas, salvo tal vez el Tadzio aquel, de pelo blanco y heridas abiertas en el rostro, que andaba por la playa con uno de esos artefactos buscametales, rastreando aquí y allá, sin mucha convicción, como el que ara por mera costumbre.
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miércoles, 28 de agosto de 2019

Umbral, doce años


(Al hilo de los días). Hoy ya son 12 los años que han pasado de la muerte de Umbral. Y en este par he leído o releído alguna de sus obras, singularmente la del Café Gijón, que me salió literalmente al paso en un paseo por la Cuesta de Moyano y me atrapó de un tirón, al darme cuenta de qué cercanos me resultan los paisajes urbanos que allí describe, y qué grandes similitudes, salvando todas las circunstancias (que, por fortuna, son muchas), se dan entre lo que él escribe y lo vivido y recordado. Incluyendo semblanzas, tomadas del natural, tan abundantes. Pero esa es, me digo, la señal que siempre he buscado en la literatura para definir su grandeza: que, hable de lo que hable, me haga sentir que es de mí (bueno, seré más exacto: de la ficción de mi “yo”) de quien habla. De modo que ahora no sé si la obra de Umbral me gusta por su objetiva grandeza o sólo por la cercanía, también objetiva, de ese “cruce de las calles y el tiempo” (Torrente dixit) que nos ha tocado vivir. Creo que lo voy a seguir leyendo. No sé hasta cuándo.

En torno a Mojácar

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Playa Macenas. Foto: Sala2500.
(Arenas, piedras y pirámides en torno a Mojácar)
Del primer viaje por las costas de Almería como padre recuerdo especialmente la estancia en el «Pueblo Indalo», a orillas de Mojácar, uno de esos complejos hoteleros familiares concebidos a modo de pequeña población autosuficiente, combinando con cierto buen gusto comodidad y sencillez, aunque siempre bajo la amenaza de la estabulación y la ola expansiva de vulgaridad que suele traer consigo el turismo de masas. Pero entonces, primeros años noventa, aunque ya se había iniciado el desastre urbano del litoral, la situación aún resultaba soportable y era un verdadero placer ir, de Mojácar a Garrucha y, sobre todo, hacia Carboneras, en busca de las playicas y calas diseminadas por los alrededores, a lo largo de un paisaje semidesértico sembrado de breves oasis, blancos casetones en medio de la nada con chumberas, alquerías audazmente empinadas sobre promontorios de vistas inefables, y entre caminos que se adentraban hacia el mar al pie de ramblas bien marcadas, algunas de las cuales no tardarían en ser traicionadas y también, ay, en vengarse. Marina de la Torre, El Cantal, Cueva del Lobo, La Rumina, El Sombrerico, Sopalmo... son algunos de los nombres que aún resuenan en mis oídos, sin olvidar el del después tan polémico El Algarrobico, santo y seña de los intereses duramente enfrentados en una lucha tan desigual como absurda: el polvo (literal) de los lodos actuales. En fin. No puedo dejar sin mencionar la singular Playa Macenas, con su castillo vigilante y su relieve megalítico sobre la arena gris, con zonas bien empedradas y unas aguas suaves tan transparentes en mi memoria (seguramente exagero), que se me saltan las lágrimas al acordarme. Y todo bien atado y resumido en un nombre de resonancias clásicas, Ma-ce-nas, que no sé bien por qué, tal vez por contrapunto, siempre asocié con el singular Valle de las Pirámides que se divisa desde el alto balcón de Mójacar, hacia tierra adentro, uno de los muchos atractivos de ese dédalo encumbrado que es la supuesta patria chica —pura leyenda urbana— de Walt Disney. Desde aquellos días —tal vez ya a raíz de algún viaje anterior: puede que en ruta hacia las Alpujarras— me acompaña como uno de mis símbolos preferidos la singular figura del Indalo, el hombre que sostiene el arcoíris, o la cúpula celeste, y en el que algunos estudiosos han visto un precedente del hombre de Vitruvio de Davinci, sobre el que probablemente volveré otro día y en otra playa.
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martes, 27 de agosto de 2019