viernes, 23 de agosto de 2019

Caballos en Ibiza

La imagen puede contener: cielo, océano, exterior, naturaleza y agua
Amanecer, playa, caballos. Foto de Paquito.
En uno de los dos o tres veranos más o menos jipis de mi juventud me fui con mi novia de entonces en autoestop a Ibiza. Hacer dedo era una forma habitual de viajar, y lo que hicimos fue salir una tarde (ya bien tarde) de la calle Zurita de Madrid, mochilas y sacos de dormir a la espalda, y tras coger el metro, enfilamos la carretera de Valencia rumbo a la costa. Recuerdo que la primera noche dormimos en los pórticos de las escuelas de Motilla del Palancar, por recomendación de alguien. Y al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, estábamos en el puerto de El Saler para tomar, hacia la medianoche, el barco de la compañía Transmediterránea que en unas ocho horas nos llevaría a nuestro destino. Hicimos la travesía en las muy económicas sillas-toldillas y, con los cuerpos molidos pero animados por el amor a la aventura, al amor mismo y en pos de las promesas ibicencas, llegamos a la entonces mítica isla muy de mañana. Teníamos el contacto de unos conocidos, pero por motivos que no recuerdo bien no logramos dar con ellos y, tras pasar el día vagabundeando por la ciudad alta y las callejuelas cercanas al castillo, decidimos quedarnos a dormir en la playa, cerca de la instalaciones de un lujoso hotel cuya piscina y duchas utilizaríamos, sin grandes contratiempos y con gran frescura, a la mañana siguiente para nuestras abluciones. Aquel fue un verano de cierto atrevimiento, incluso de locuras, aunque casi siempre bajo control, y durante él ocurrieron sucesos que ahora ni yo mismo me creería, de modo que será mejor pasarlos por alto y dejarlo todo fijado en una imagen: la del amanecer dentro de un saco de dormir doble junto al mar, con la cara cubierta de arena, los ojos borrosos, y el asombro compartido de ver galopando por la playa, hacia la salida del sol, dos magníficos caballos con sus respectivos jinetes, tal vez también una pareja, que al alejarse levantaban al paso de las olas un vuelo de espuma, mientras sus siluetas, altas, ágiles, fantásticas, se recortaban con gran nitidez sobre la bruma del fondo. Pocas veces he tenido un despertar más impactante..., seguido de un no menos poderoso sobresalto: por la bien visible trayectoria de las huellas de los animales, no tardamos en advertir que sus patas habían pasado a menos de un metro de nuestras cabezas y que el amanecer podría haber sido un tanto, digamos, traumático. ¡Cabecitas locas! Debía de correr el año de gracia de 1976 o 1977. Nunca he podido precisar de qué playa se trataba. Probable es que fuera la de Figueretas o D’en Bossa. Aunque la lógica del relato apunte claramente hacia Es Cavallets.
...

jueves, 22 de agosto de 2019

Navidad en agosto

Puerta de Sol y Príncipe, epicentro de la Navidad en Vigo.
El centro de Vigo en Navidad. Foto tomada de La Región.
(Al hilo de los días). Quizás alguien se acuerde aún de las famosas “serpientes de verano”, esas semifalsas grandes noticias, sinuosas y arteras como pieles de ofidio, que servían a los medios para llenar papel y tiempo cuando la baja intensidad política y el decaimiento general de la actualidad hacían necesario inflar hasta los límites de lo insoportable cualquier asunto banal o incluso memo que a ello se prestara. O sea. Al saltarme hoy en el móvil este titular, aún en el sopor meridiano de la hora Siesta, como un reflejo he mirado el calendario, por si las vacaciones fueran las de diciembre y el día el de los Inocentes. Pero una vez recobrada la conciencia temporal, ha sido el recuerdo de ese viejo truco periodístico el que me ha venido a las mientes. Aunque bien pensado la extraordinaria “noticia” de la fecha precisa en que se encenderán las luces navideñas en la ciudadela de don Abel Caballero es realmente apasionante. Y, sin duda, luminosa. Me parece que, como ocurre con la lotería que ahora se anuncia en tanto chiringuito playero, todo viene a suceder en un tiempo sin distancias, y en un espacio circular que no deja de dar vueltas sobre sí mismo, un poco al estilo de los trenes de la bruja que aún se ven en algunas ferias y corros verbeneros, y donde a poco que te descuides aún te sueltan un escobazo que de repente te vuelve un poco mayor. Este papirotazo de La Región tiene la virtud de ponernos al borde de la nieve invernal en plena canícula. Una prueba más de que debemos de estar encaminándonos hacia el gran Aguacero, el punto Cero de todos los diluvios, maniluvios y plenilunios. Qué sé yo.

Isla Mujeres

La imagen puede contener: océano, cielo, agua, exterior y naturaleza
Acantilados de Isla Mujeres, Quintana Roo. Foto tomada de Voz del Pueblo. Zona maya.
En el Caribe mexicano, como tal vez en todo el Caribe, hubo piratas mucho antes de Johnny Depp, y no cabe descartar que entre ellos destacara alguna mujer, aunque la historia suele ser igualmente cicatera a la hora de reconocer el protagonismo femenino entre los “malos”. No pensábamos en esto cuando nos sumamos a la expedición de atrevidos pulsereros, recolectados por diversos hoteles de Cancún, la Riviera Maya y otros núcleos yucatecos, en los dominios provinciales de Quintana Roo, para practicar esa forma ligera de buceo llamada esnórquel en las costas de Isla Mujeres. Una actividad que sería fantástica si uno no estuviera todo el rato con la mosca detrás de la oreja —o, con mayor precisión, en la espita del tubo respiratorio— por mor de asegurar el pellejo en un medio tan inestable, movedizo y traicionero como son las aguas de más de dos metros y medio de hondura. Así que el gozo, sin desdeñar la memoria del ojo sumergido, comenzó de verdad una vez de nuevo en tierra firme al recorrer, a bordo de una especie de carrito de golf, la isla toda, sus poco más de cuatro kilómetros cuadrados, y admirar, además de sus casas flexibles, los esbeltos palafitos con graciosa pasarelas, las playas largas, estrechas, tropicales, especialmente en el lado norte —y a menudo infestadas de turistas asoleándose como auténticos caimanes—, los valiosos arrecifes coralinos en el paraje que le dicen del Garrafón, los leves promontorios meridionales —donde al parecer estuvo el templo de la diosa maya lunar Ixchel— y, finalmente, además de la muy curiosa y destartalada Hacienda Mundaca, el colorista, estrámbótico y naíf cementerio del lugar cuyas lápidas y figuraciones están repletas de huellas de historias de amor, ambición y —claro está— de muerte. Isla Mujeres es el primer punto del territorio mexicano que cada día visita el sol. Por algo será.
...

miércoles, 21 de agosto de 2019

¿Qué fue de "la Nouvelle Vague"?



(Al hilo de los días). ¿Qué queda en nuestra memoria del cine de François Truffaut, de Jean-Luc Godard, de Éric Rohmer, de Claude Chabrol o de Louis Malle...? Una pregunta retórica que a estas alturas sólo admite, me temo, respuestas imaginativas. Aunque sea muy fácil refrescar la memoria y recuperar, como por arte de magia y de la Red ubicua, aquellos días del remoto pasado en que el cine era, antes que nada y casi por encima de cualquier otro sueño, aquel fenómeno, quizás un espejismo, que fue la nouvelle vague, tal vez la primera marea seria y en serie de nuestra juventud. Quienes en este país nos educamos con el francés como idioma de referencia, además de llevar a menudo encima la nada despreciable carga de andar un poco descolocados y demasiado lentos con el inglés —aprendido de mala manera, si acaso, en edades en que las neuronas no tienen ya la misma capacidad de fijación ni los mismos resortes proteínicos— le debemos a esa escuela de cine, al igual que a la chanson (Brel, Brassens, Ferré, Gainsbourg, Moustaki...), una muy importante parte de nuestra educación sentimental, y el primer y acaso único horizonte verdaderamente revolucionario (o eso creíamos): el que nos llevó a leer a Baudelaire, Rimbaud, Ducasse, Bataille... En fin: reminiscencias. Vienen a cuento de que hoy ponen en La 2 la peli Besos robados (otra del 68), la tercera o cuarta entrega de la saga que Truffaut dedicó a su alter ego, Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud), y en la que, no sin un extraño malestar aún indescifrado, tantas veces estuvimos a punto de reconocernos. Qué se fizo...

Los peligros del éxito



Un mirador en la Ribeira Sacra.
(Al hilo de los días). Como hace sólo unas jornadas y por primera vez en mi vida viví un atasco de automóviles en la Ribeira Sacra gallega, una circunstancia que hasta ahora parecía inimaginable o incluso digna de la más atrevida novela de ciencia-ficción, comprendo muy bien la preocupación que crece en la zona entre residentes fijos y temporales, empresarios, autoridades y público en general. La vieja maldición del «morir de éxito» se cierne sobre este rincón privilegiado de nuestra geografía y amenaza con llevarse por delante algunas de las mejores cualidades que lo distinguen: su condición de lugar fuera del mundo, libre de los usos, dependencias y exageraciones urbanos o asimilados que suelen rodear nuestra vida. Es un asunto de no fácil solución pero sobre el que todas las cautelas son pocas antes de que la situación se vaya de las manos. La habitual tendencia a dejar que la inercia sea el único motor de la realidad y esa tremenda miopía que consiste en ordeñar la vaca hasta dejarla exhausta son dos graves riesgos frente a los que no caben medias tintas.

La Concha

La imagen puede contener: cielo, océano, exterior, naturaleza y agua
Autor desconocido: Panorámica de la playa de la Concha de San Sebastián.
Por fin llegamos a la playa y el mar nos abrazaba como si fuéramos su perla.
...

martes, 20 de agosto de 2019

Matala, en la costa cretense

La imagen puede contener: océano, playa, cielo, exterior, naturaleza y agua
La playa de Mátala (Μάταλα), en la parte central del sur de Creta,
vista desde una de las cuevas naturales que abundan en los alrededores.
Foto tomada de una web turística.
A la playa de Matala (o Mátala, según otras transcripciones), en el centro sur de la isla de Creta, llegamos tras una mañana intensa y solitaria entre las ruinas del palacio de Festos, y después de la búsqueda fallida, en días precedentes, del laberinto en Gortys, y con las vivas impresiones de la gran y empinada caminata hacia la cueva donde nació Zeus (Dikteon Antron) aún en nuestros sentidos, y muy particularmente en nuestras piernas. Tras un rápido baño, subimos a las cavernas habitables del farallón y leímos las historias del naufragio del rey Menelao, mientras comprobábamos que, en efecto, allí estaban las huellas de las comunas hippies de los años sesenta —Dylan y Joan Báez, entre ellos— e incluso vimos algún grafiti adornado con flores de sal. De allí, o de las tiendas de Heraklion, trajimos, entre otros recuerdos, la estatuilla de las diosa de las serpientes y la medalla del disco de Festos que desde entonces cuelga de mi cuello. Ahora dicen que el disco, aún indescifrado, probablemente sea una falsificación. Pero, a estas alturas, ¿hay algo que esté libre de una sospecha así? Las cosas nunca son lo que parecen. Nosotros puede que tampoco.
...