Aldea

Laxeiro (José Otero Abeledo): El manantial de la vida (óleo), 1973.
Café Moderno Afundación, Pontevedra.

Allá abajo, el Sil es una serpiente que apenas consigue moverse entre las viejas montañas, fosilizadas como animales prehistóricos sorprendidos por un cataclismo. Desde el suelo asciende la frescura de la hierba. Y junto a la fuente de la Barxa, que mana fría y sin descanso, se oyen los esquilones de las últimas vacas «do fillo do Jesús». Todo lo demás flota en el aire.

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Grafiti de humo

Pere (Pierre) Daura: La pesadilla, 1939. Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona.

Aprovechando que la ciudad estaba como cristalizada en la canícula, se acercó a los felinos de piedra y dejo sobre ellos un mensaje escrito con letras de humo indeleble. Decía así: «Es preocupante que la derecha no haya aprendido nada. Que no lo haya aprendido la izquierda puede ser trágico».

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Una décima, una centésima de segundo...

(Visiones en voz alta). Mientras salgo de la página en que trabajo en el portátil y voy a Google en busca de las imágenes del colapso de un viaducto en Génova, del que me acabo de enterar por la radio, me entero, de paso, de que se ha encontrado la secuencia fílmica de un desnudo de Marilyn que se creía perdida. Acabo de ver las imágenes confusas de la nueva tragedia italiana, terribles por las voces desesperadas que en ellas se escuchan, y sin poderlo evitar (y sin conseguirlo... de momento), me demoro en intentar localizar lo que algunos califican como el primer desnudo de una estrella de Hollywood. Y al tiempo que desecho alguna metáfora fácil que las circunstancias podrían convertir en obscena ("por fin lograré ver las perseidas"), me abruma la condición ambivalente de la realidad, su cruda naturaleza, en el fondo tan difícil de captar, de sostener en su constante duración, pese a tantas antenas. He de volver a mi trabajo. Justamente lo había interrumpido en esta frase: «... Una décima, una centésima de segundo pueden separar la vida de la muerte...»

Cuelgamuros

Santiago Padrós: Mosaico de la cúpula del Valle de los Caídos (detalle), 1951-1955.
Fotografía de Albert Porta.

(Cherchez l’intrus)

Estos son casi todos, menos uno, los nombres de Franco: Joan Almirall, Rosa María Almirall, Jaime de Andrade, Clifford Brawn, Clifford Brown Jr., Clifford Brown, Juan G. Cabral, Betty Carter, Candy Coster, Terry De Corsia, Rick Deconinck, Raymond Dubois, Chuck Evans, Toni Falt, Dennis Farnon, Jess Franck, J. Franco, James Franco, Jesse Franco, Jess Franco, A. M. Frank, Adolf M. Frank, Antón Martín Frank, Jeff Frank, Jess Frank, Wolfgang Frank, James Gardner, Manfred Gregor, Jack Griffin, Robert Griffin, Lennie Hayden, Frank Hollman, Frank Hollmann, Frarik Hollmann, B. F. Johnson, J. P. Johnson, Yogourtu Ungue, James Lee Johnson, James P. Johnson, David J. Khune, David Khune, D. Khunne Jr., D. Khunne, David J. Khunne, David Khunne, David Kuhne, David Kunne, David Kühne, Lulu Laverne, Lulú Laverne, Franco Manera, J. Franck Manera, J. Frank Manera, Jesús Manera, Jeff Manner, Roland Marceignac y A. L. Mariaux, A. L. Marioux, John O'Hara, Cole Polly, Preston Quaid, P. Querut, Dan L. Simon, Dan Simon, Dave Tough, Pablo Villa, Joan Vincent, Robert Zinnermann... y alguno más.

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Concordancia

Miguel Ángel Campano: El zurdo, 1980. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.

Había en aquel recuerdo y en su puntual retorno un empuje difícil de descifrar, no necesariamente un secreto ni una fórmula mágica, pero sí un giro de la materia, nada retórico, cargado de significado, y prendido de palabras y rasgos que no se escudan en la confusa zona de confort de una frase, un contexto, un parecido, para reclamar su derecho a ser reales. E incluso, si a mano viene, amable testigo, a conmoverte.

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Dedicatoria

Retratos de John Stuart Mill, pintado por George Frederic Watts, en 1873,
y de Harriet Taylor Mill, obra de autor desconocido realizada hacia 1834.
Ambos se encuentran en la National Portrait Gallery, Londres.

La que John Stuart Mill le hizo a su amiga y esposa, Harriet Taylor, al frente de su lúcido tratado «Sobre la libertad» («On Liberty»). Sin ser parte integrante per se de la obra, le da un hondo sentido imprescindible: la convierte en otra cosa. Igual que esta mención hace de esta novela mínima algo distinto.

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Volver a Poe

(Lecturas en voz alta). Volver a Poe, porque en él está el principio de la literatura moderna, la prueba irrefutable del poder del relato, la puerta de salida no quimérica del romanticismo para entrar en la vida de la letra, en el campo de nieve de la página. Este ensayo de J.A. Montano (publicado en 2009 en un libro colectivo) es luminoso. Y nos libra de muchos infundios, de no pocos equívocos y hasta de algunos caprichos infames sobre la verdadera condición humana y literaria de un escritor capital. No se lo pierdan.