sábado, 1 de octubre de 2016

Del «no» al «nunca más»...


Es tan denigrante y vergonzoso, además de estúpido, el espectáculo que este primer sábado de octubre se está viviendo en Ferraz, en la sede del PSOE, que tengo que hacer grandes esfuerzos para no salir corriendo... hacia allá a soltar, ingenuo de mí, «cuatro verdades». Unos años atrás, quizás no muchos, sin duda lo hubiera hecho. Pero a estas alturas, y después de las aguas que han pasado bajo los puentes, he decidido que  me voy a ir al cine, no sin un punto de inquietud y, sobre todo, meditando si merece la pena dar rienda suelta al cabreo interior y hacer una promesa, eternanamente provisional, similar al sentido de aquella palabra que tan repetida y enfáticamente suena en el famosos poema «The  Raven», de Poe: nunca más. 

Fotografía tomada de eldiario.es



miércoles, 28 de septiembre de 2016

Harakiri o psoeppuku


De forma imprevisible aunque no inesperada
De forma inesperada pero no imaginable
De forma imaginable aunque no impredecible
De forma impredecible pero no comprensible
De forma comprensible pero también absurda...

El PSOE se suicida en presencia de todos.


Imagen:
Grabado que representa al general Akashi Gidayu escribiendo su poema de despedida 
momentos antes de autoinfligirse la muerte
Tomado de aquí.

martes, 27 de septiembre de 2016

Queremos tanto a Aute



Desde que hace unos días, por boca de un amigo que mucho lo admira, me enteré de que Luis Eduardo Aute se encuentra en coma, no he hecho otra cosa, a cada poco, que pensar en él, imaginármelo con dolor en esa especie de limbo del que casi nada sabemos, y desear con todas mis fuerzas que pueda salir de esa gruta cuanto antes. Cuando ese pensamiento me asalta, lo conjuro imaginando que un golpe de fortuna o de magia simpática, o simplemente uno de esos caminos de la física y la química, aún no bien conocidos, que son capaces de incorporar caudales de energía a la vida consciente, le permite regresar a ella para seguir ejerciendo, como hasta ahora, su intensa, melancólica, hermosa y consoladora lucidez. 

Me consta que somos muchos los que queremos a Aute sin restricciones. Quizás porque le debemos mucho. No sólo, entre otras tantas cosas, el himno que nos ayudó a salir de la noche más larga. O el gesto de la resistencia frente al poder y la estulticia. O las mil formas de ponerle al amor nombres que ni el amor conoce. También un montón de belleza en forma de imágenes dibujadas y movidas con singular ligereza, con la armonía que sólo está al alcance de los artistas totales. 

En mi caso en particular, le debo además una tarde de conversación pausada y generosa, junto con un par de amigos, durante la que se produjo, entre otros momentos memorables, un intercambio de entusiasmos por la condición lúdica del lenguaje, y en particular por el mundo de los palíndromos, género y especie de los que Luis Eduardo se declaró un incesante  («Aute, prepárese: será perpetua» [CAR: 4,25]) cultivador. «Hasta el punto recuerdo que nos dijo de que me llega a costar trabajo leer de seguido, sin buscarle la vuelta a las palabras, sobre todo si son grandes titulares». Fue una tarde en la que el artista ta admirado se nos reveló provisto de la gran humanidad que cabía suponerle a quien nos había proporcionado tantas horas gratas y tantas sensaciones nobles. Pero que rara vez tiene uno la posibilidad de comprobarlo de forma tan clara, cercana y, digamos, natural. 

Por todo esto, y más, queremos tanto a Aute y nos unimos a las palabras que alguien le dedicaba recientemente: «Vamos, amigo, ánimo, despiértate, que aún nos espera el mundo y somos muchos los que te queremos».  

jueves, 22 de septiembre de 2016

El Ave vuela cerca de Segovia


Parece inevitable imaginar qué habría sentido don Antonio Machado, sobre la madera de su vagón de tercera, si por la ventanilla, tras el hollín del cristal, hubiera descubierto que en el metálico letrero colgado de cadenas sobre el andén, entre la niebla y la indiferencia de los viajeros, podía leerse que el convoy estaba entrando en la estación de Segovia Guiomar. Sin duda pensaría que era un sueño. Tal vez una alucinación de sus ojos ya no jóvenes, y algo borrosos por lecturas sin fin y amores a deshora. Difícilmente lo tomaría como el augurio de una posteridad que a él, realmente, le importaba muy poco. Aunque lo estuviera esperando. Y, en la misteriosa espiral del tiempo, se encontrara a punto de darle alcance.

Foto: Estación Segovia Guiomar, en la línea del AVE. © AJR, 2015.


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Consellos


Qué privilegio poder sorprender al artista en su rincón y robarle un momento de intimidad como éste.  Los consejos de Celso Emilio Ferreiro, tan atinados y pertinentes como fueron la mayoría de los suyos, cobran en la voz y el rasgueo de Amancio Prada una gracia especial. A la vez que alertan la cabeza, alegran el corazón. Nada más necesario para tiempo tan usureros, «cheos de cobiza», como los que vivimos.


Rescatado de los Arcones de la Posada.
Primera publicación: 18/09/2013, 20:00


viernes, 9 de septiembre de 2016

Un Woody antológico

«Mirad, chicos, el timing lo es todo en la vida».
Vaya por delante que cuando afirmo que Café Society, la última película de Woody Allen, es un Woody antológico, lo que quiero decir es que tiene la condición de repertorio de temas, motivos, obsesiones, pasiones, querencias y disidencias, técnicas, tácticas e incluso filosofías —si se toma esta palabra en su sentido más utilitario— de toda la obra del director neoyorkino, que cada otoño cumple con el rito de estrenar, por estos lares, una nueva historia. A veces la misma.

Ya mi amigo Navajo, uno de los críticos de cine y series en los que más confío, al igual que David Trueba o el imprevisible, salvo en algunos extremos, Carlos Boyero, entre otros, han contado en primera persona la serena alegría que esta cita anual con Woody Allen supone para muchos amantes del cine. Lo que tiene de puro gozo por el simple hecho de permitirnos comprobar, además de la propia, la supervivencia de una estilo de arte cinematográfico, con todas las letras, más allá de la opinión que cada película pueda merecerle a cada cual. Y al margen de las frecuentes disensiones respecto al peso y significado que la nueva entrega vaya a tener en la muy dilatada, rica y coherente, además de siempre tan revisitable, filmografía de su autor.

De Café Society, aunque parezca paradójico, lo que más me ha gustado ha sido su carácter por completo previsible. Supone un verdadero placer asistir al reconocimiento de los giros argumentales, comprobar el dominio del ritmo —tal vez la clave maestra del mejor Allen—, anticipar las ajustadas respuestas en los diálogos, volver a saborear la zumba habitual sobre la educación judía, la parodia del despiadado mundo de los gángsteres, el homenaje a los rituales del viejo cine, como exaltación de un tiempo dorado e ido, pero también como forma de resaltar el peso de la imaginación en nuestras vidas.

Y todo ello para contar una nueva historia, que viene a ser la misma crónica cercana y emotiva de los vericuetos azarosos del amor. Y en la que la banda sonora, llena de aciertos, vuelve a convertirse en un personaje más, y ni mucho menos secundario, Y, en fin, donde regresan las hermosas, cuidadísimas, mil veces vistas, pero siempre originales, «postales» de Nueva York, que no hacen sino aumentar hasta extremos insoportables mi nostalgia por la ciudad aún desconocida (¿cómo es posible sentir una nostalgia así?). Todo eso, en una medida justa y en un tono acaso más serio o menos divertido que otras veces, pero siempre con respiros de humor inteligente, está presente en esta historia de amor, azar y vida, de pasiones y crueldades, de cine puro.

Vi la película la semana pasada en los multicines de un centro comercial del Mar Menor, en una cómoda sala de medianas dimensiones, que para mi sorpresa casi se llenó. No es un dato menor, porque en los últimos tiempos, lo habitual es estar en el cine como en familia, rara vez con más de una treintena de espectadores —muchos iluminados por las pantallas de sus móviles— , a menudo incluso en soledad. A medida que iba avanzando la proyección, era una satisfacción, ya digo, ir revisitando los tópicos del octogenario director, como el que pasa las hojas de un libro favorito y comprueba que la expresión no sólo no ha envejecido sino que aún guarda alguna sorpresa, un nuevo destello, un juego maestro.

De pronto, bajo esta sugestión, eché en falta, no sin cierta alarma, un tópico habitual en los filmes de Allen: las largas conversaciones en la calle, esas escenas peripatéticas llenas de gestos y naturalidad, que él ha sabido recrear como nadie y que aquí no aparecían por ningún lado. Pero no había acabado de pensarlo cuando, como si el proyector me hubiera leído el pensamiento, llenaba la pantalla una secuencia, no muy larga, pero suficientemente expresiva, filmada a pie de calle. Y poco después la pareja protagonista «posaba» y charlaba en un rincón inconfundible de Central Park, en lo que a todas luces cabe interpretar como una especie de firma y rúbrica de clara intención. Como si Woody Allen nos estuviera diciendo: «He aquí mi mundo, estos son mis poderes». Y, al otro lado de la pantalla, muchos asentimos.

Concluiré con una nota al margen. Aspecto destacable de Café Society es el buen partido que Woody Allen vuelve a sacar a un actor tan característico como Jesse Eisenberg, con el que ya contó en A Roma con amor. Este chico de pelo ondulado, nariz con marca de fábrica y gestualidad algo desbaratada, me parece un intérprete bien dotado y aquí hace una buena pareja con Kristen Stewart. Aunque he de confesar que también le tengo algo de ojeriza por lo bien que interpretó el papel de Mark Zuckerberg en La Red Social, película excelente y tan dura que, en un mundo comme-il-faut, hubiera supuesto el descrédito inmediato del biografiado y la huida masiva de los usuarios de su criatura vengativa, la famosa red Facebook. Aunque, por lo que se ve, ocurrió justamente lo contrario. Lo cual no viene a ser sino una confirmación de la deriva irracional del mundo. O de cosas peores. Pues bien, el efecto benéfico del rito anual de Woody es tan fuerte que, potenciado por otras influencias que, curioso azar, también me llegan desde Nueva York, puede que me replantee mi rechazo visceral hacia ese club al que está afiliada media humanidad. Puede.

Con Woody en Oviedo, hacia 2008. ©SPM



martes, 6 de septiembre de 2016

Alumno con mula


Al volver sobre mis pasos, siempre encuentro las mismas palabras sonando desde el fondo de un lugar que, a medida que se aleja, cada vez me parece más cercano. Es el pozo que había en mi casa de niño, al que me gustaba tirar piedrecitas, también algún canto gordo, para aguardar el chasquido del agua y los brillos lejanos, y sobre cuyo brocal solía dar voces que no tardaban en regresar cargadas de misterio, como si allí abajo hubiera alguien dormido esperando mis palabras. 

No había ninguna intención extraña en esas niñerías. Tal vez sólo la ilusión de que el mundo no fuera tan tosco ni tan plano como lo que sugería el uso inmediato del agua de aquel pozo, un agua gorda, no muy apta para el consumo humano, tan distinta de la que bebíamos en la aldea gallega, pura delicadeza de frescura y sabor (que el agua se considere insípida, aunque de forma objetiva lo sea, siempre me ha parecido una grosería). 

Ese agua, aparte de para las tan laboriosas tareas higiénicas de entonces, en una sociedad que aún desconocía el uso generalizado de los grifos dentro de las casas, servía para dar de beber al ganado, en concreto a las tres o cuatro decenas de mulas que habitaban las cuadras del gran corralón que se extendía  a lo largo de toda la calle y que eran la ocupación principal de la familia, abuelos, tíos y padre, todos ellos agricultores reconvertidos en tratantes, dedicados al trato de la muletería, actividad que consistía en comprar y vender mulas, incluidos los llamados «machos», también algún caballo o yegua, pero sobre todo caballerías de sexo estéril, aptas para la arada, la trilla, el acarreo y otras tareas propias de aquella sociedad agrícola que ya es pura leyenda. 

Los animales eran traídos desde Galicia, de las ferias de Monterroso y otras, inicialmente en largas caminatas por rutas de trashumancia, con paradas en curros, corrales o establos ya previstos, o en pleno campo abierto. Aunque en los tiempos de los que hablo, lo habitual era el transporte en trenes, estabuladas las acémilas y las demás caballerías en vagones especiales que alguna vez vi descargar en la estación de Eburia.

Al caer la tarde, era habitual que las mulas fueran sacadas de las cuadras en que pasaban la mayor parte del tiempo y en grupos de ocho o diez eran conducidas a la gran pila, alta y alargada, cercana al pozo, que ya había sido llenada de agua y donde era un gusto verlas abrevar, mientras mi padre o mi tío o, más a menudo, uno de aquellos «criados» (así se les llamaba a los mozos de mulas), tan diestros en el manejo de todo lo relacionado con su cuidado, silbaban sin parar una melodía simple y monótona, una especie de gorjeo sostenido que, al parecer, era necesario para que los animales cumplieran de forma más rápida el trámite de saciar su sed. 

De aquellos años aún me llegan a veces, envueltas en imágenes que me sorprenden en el sopor de media tarde o en algún sueño, algunos de aquellos tercos sonidillos que tienen sobre mí, alumno de esas y otras viejas lecciones de un mundo ya desaparecido, el poder de sembrar en mi cabeza una ambigua sensación, extraña mezcla de nostalgia y tristura, de la que sólo consigo librarme bebiendo un gran vaso de agua. Fina y fresca, a ser posible.       

Reata de mulas. Foto de autor desconocido. Tomada de aquí.