El que se descubre cada día a poco que uno esté despierto.
Este que nos une en esta pantalla, tal vez la de una tablilla hitita llena de luminosas incisiones, quién sabe si en la inverosímil superficie plana de un teléfono.
Hemos pasado del viejo reloj sin horas (que acabo de leer en otra pantalla) a las horas sin reloj. La ausencia, la imposibilidad incluso, de una mirada que sustente una historia coherente... es el signo de los tiempos.
La muerte, como ya se ha teorizado por lo menudo, del sujeto: el nudo capaz de reunir y de, a la vez, darse cuenta de su desnudez etimológica. Las voces, que se dice, del silencio.
Con lo fácil que resulta pregonar la mercancía, ¿quién se privará de hacerlo?
La inmediatez de la obscenidad política, ¿es algo más que el rumor de fondo del cómic cósmico? Apenas una viñeta descartable en una página par. Un mero inserto. Insecto.
Pero todo lo puede el deseo de vivir. El deseo.
Que no deja de recordarnos que, en efecto, estamos en otro mundo. Un mundo otro que no sabemos ya si aún es el nuestro.