Lago de Sanabria y San Martín de Castañeda. Foto Wikipedia. |
Al volver sobre sus pasos, en uno de sus habituales recorridos meditabundos por las calles de Baeza, Abel Martín sintió el aguijón de una nueva duda y a la vez tuvo lo que creyó una idea luminosa.
«Viajaré hasta Lucerna —se dijo—, a ver si Manuel Bueno puede orientarme».
Dos días después, ambos personajes, coetáneos y hasta un poco amigos, paseaban junto al Lago de Sanabria completamente entregados a una apasionante conversación que ora versaba sobre las cualidades de la soledad o el color de los campos, ora sobre el sentimiento trágico de la duda o las posibilidades de que el Cristo de Velázquez hubiera sido realmente capaz de hablar en el madero.
—¿Y usted cree, don Manuel...? —decía Abel.
—Más bien poco —le cortaba irónico su interlocutor.
—No, no, lo que quería preguntarle —volvía a la carga Abel— es si usted cree que el Cristo de la cruz realmente pudo haber mandado amar a todo el mundo.
—De eso no me cabe ninguna duda. El amor fraterno del Cristo era universal.
—¿Sin ninguna excepción?
—Sin excepción alguna.
—¿Y no excluyó a nadie de ese mandato?
—Absolutamente a nadie.
—¿Ni a Caín?
Manuel Bueno miró fijamente a su amigo, que a su vez lo miraba con ojos mitad suplicantes, mitad inquisitivos. Se pasó dos dedos por los labios, como si quisiera valorar el peso y el tacto de las palabras que iba a pronunciar, y finalmente dijo:
—¡Ni a Caín!
Ambos quedaron en silencio, tal vez sobrecogidos por la inminencia de la hora violeta o solo fatigados por los extraños caminos de la razón, que tantas veces vuelve sobre pasos ya andados. Cuando retomaron la vuelta a casa, el sol estaba a punto de hundirse en las aguas del lago y las sombras comenzaban a devorarlo todo.