Esta noche
se producirá
un eclipse total
de Sol
en las antípodas.
(Aquí
nos conformaremos
con no ver
la cara oculta
de la Luna.)
Imagen superior: M. C. Escher, «Perspectivas imposibles».
Imagen superior: M. C. Escher, «Perspectivas imposibles».
(Actualización del 19.11.2012)
(... Y con seguir leyendo este inolvidable, prodigioso, microrrelato:)
(... Y con seguir leyendo este inolvidable, prodigioso, microrrelato:)
El eclipe
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que
ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza,
aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el
convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su
eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas
de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que
a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio
de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron
comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento
y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó
que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más
íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la
vida.
—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca
en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la
incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó
confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su
sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca
luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna
inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se
producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya
habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.