El ojo en llamas, ardiente de explosivas imágenes, que aparece entre los primeros fotogramas de Blade Runner puede considerarse como un ejemplo claro de profecía autocumplida: pocas películas han conseguido colonizar hasta ese extremo nuestra visión, nuestra manera de ver cine, incluso ciertas formas de contemplar el mundo. Aunque no creo que haya referencias buscadas (al menos no tengo constancia alguna de que así sea), es difícil no poner ese ojo al lado de aquel otro que Buñuel, al inicio de Un chien andalou (y de toda su carrera cinematográfica), nos muestra sajado en vivo por una navaja barbera, con la misma limpieza que una nube guillotina la luna. Es uno de los principios más radicales de la historia del cine, tal vez el más sensiblemente insoportable. Esa presencia en primer plano del órgano necesario para que una expresión artística sea posible es, en una y otra película, un ejercicio de extrema lucidez y el síntoma de una aguda conciencia del medio expresivo que se tiene entre manos. Un subrayado que nos lleva a considerar que nada en estas obras de arte está dejado al azar, a no ser el preciso desarrollo de una lógica que, de tan perfecta, engendra sus propias exclusiones. Y el azar mismo. Ambos filmes, cuya visión es realmente inagotable, están marcados por un estado de gracia peculiar que no consiste en otra cosa que en cumplir en todo momento lo que prometen.
Y este tercer ojo, de Vértigo, que añado tras conocer que se ha encaramado al primer puesto de los mejores filmes de la historia, donde siempre había reinado hasta ahora Ciudadano Kane. Listas discutibles, claro. Pero el ojo está ahí, aquí (fotogramas de los segundos 19 a 23). Y también nos mira.